Todos ansiamos encontrar el sentido de la vida. Estamos convencidos de que nuestra existencia tiene un porqué, una misión, aunque a veces cueste conocerla.
Admiramos esas personas, tal vez aún adolescentes, que han descubierto su vocación de entrega total a Dios dentro y fuera del mundo. Admiramos a esa chica guapa, bien preparada, simpática como pocas, que a sus veintitrés años y con la carrera de medicina terminada, ha decidido dejarlo todo por los pobres o por la vida contemplativa en un convento de la fría sierra. Admiramos a ese chico que ha decidido hacerse sacerdote, como a ese otro que dedica toda su capacidad profesional para promover una ONG.
Pensamos que han comprado ya el cielo en la tierra, y que serán felices aquí, esperando un cielo que tienen asegurado.
En cambio, nosotros no somos más que unos sencillos padres de familia, con un trabajo profesional al que echamos más horas de las que quisiéramos, porque es la única manera de mantener el puesto. Atendemos mil líos de una familia que ha crecido, mientras estamos preocupados por unos amigos a los que vemos cada día más desorientados. No nos parece que la nuestra sea una vocación especial, ni nuestra misión algo mucho más a allá de haber sacado adelante tres, cuatro o cinco hijos.
José pertenece a ese grupo. Padre, esposo, trabajador, amigo. Sabe que su misión en la vida no es otra que estar atento a las cosas de Dios en mitad de su vida cotidiana. La vocación de José se parece tanto a la mayoría de nosotros. Trabajar, sentir el cansancio, educar, rezar, comer, dormir, charlar con los amigos, cuidar de María. Cosas, en apariencia, sin ninguna grandeza.
La grandeza no está en las cosas, sino en el sentido que le damos al hacerlas. Es Dios quien las hace grandes y José lo sabe.

