49 años. Barba oscura y espesa. Curtido en muchas batallas de esas que se libran en las empresas de hoy. Siete hijos, un prestigio profesional incuestionable y una fidelidad a sus amigos que se puede cortar:
“Yo no he llorado nunca- decía-, ni en los momentos más duros de mi vida. No es mérito, es que no me sale. Me duelen las cosas como a todos, y siento un dolor inmenso por la pérdida de un ser querido, pero no lloro, y no me siento orgulloso por no hacerlo. Cada hombre es de una manera.
Hoy me he sentado a meditar la figura de San José. Le he imaginado en su humildad gestionando los mil problemas domésticos que, como padre, tuvo que atender. Le he visto hablado con María, con Jesús, desde la sencillez de ser solo un hombre.
He pensado en ellos, en su trato delicado, en su vivir sin vivir los unos por los otros, en la rutina de una vida profundamente humana.
Y he sentido, al fin, como se ha acercado a María, a decirle de las cosas que cada día le pido, confiado en su bondad. Y he visto a María sonreír, mientras le decía que no se preocupara, que ella sabría cómo hablar con Jesús.
Y lo ha hecho, y se ha ido hacia Jesús para decirle que hay un hombre en la tierra que lo confía todo en José, que en sus manos lo pone todo.
Como se ha puesto Jesús de contento. ¡Un hombre que quiere a José! Nada hay que le guste más, y con la majestad de quien lo puede todo, ha dicho que un hombre que quiere así a José, lo merece todo, y que su mano no se cansará jamás de concederle todo lo que le pida.
Y yo, que no he llorado nunca, lloro como un niño, y no soy capaz de parar, porque nunca nadie se sintió tan querido de ese modo.”
