Hace dos mil años, en una pequeña zona geográfica del mundo sin demasiada importancia, ocurrieron una serie de hechos, en apariencia sin mucha trascendencia. Unos hechos que en aquellos momentos pasaron desapercibidos para la mayoría de la gente, que ajena, contemplaba el devenir de las cosas sin mayores ilusiones. Unos hechos, en fin, que ocurrieron en un lugar concreto y en un tiempo determinado. Por más veces que unos y otros las contemos, no por eso se convierten en intemporales, ni el lugar donde ocurrieron, un espacio diferente.
La historia de José, como la de todos, incluido el propio Dios hecho hombre, comenzó, transcurrió y terminó en un lugar bien preciso: Palestina. Y en una fecha determinada: los primeros años de nuestra era.
Dios quiso que la historia de este mundo tuviera un comienzo preciso, y que la plenitud de los tiempos se concretara en el hecho cierto de su venida, hace ahora dos mil años. Una fecha, cuyo milenio hemos celebrado hace apenas unos años, y que San Juan Pablo II preparó con un especial cuidado.
La historia no es un devenir de acontecimientos, y las fechas que lo enmarcan una sucesión más de tiempos sin mayor relevancia. Los tiempos, para Dios tienen una importancia que nuestro querido Papa nos supo hacer ver: “En el cristianismo, el tiempo tiene una importancia fundamental. El mundo fue creado en la dimensión temporal; dentro de él se despliega la historia de la salvación, que encuentra su culminación en la plenitud de los tiempos de la encarnación, y su meta en la gloriosa venida del hijo del Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, el Verbo hecho carne, el tiempo se convierte en una dimensión de Dios, que es eterno…(y) a partir de esta relación de Dios con el tiempo surge la obligación de santificar el tiempo”( San Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, 10) La historia del mundo es precisamente eso, historia, momentos concretos a los que Dios da valor de eternidad.
La historia del pueblo de Dios no es un andar errante por un mundo que a veces nos resulta extraño. San Juan Pablo II, en la preparación del tercer milenio nos enseñó a descubrir que esa historia es el camino del pueblo Dios hacia el cielo, y que las cosas tienen sentido porque vamos juntos en ese camino. Cada acontecimiento de nuestra historia, tiene un sentido concreto y determinado y descubrir ese sentido dota a las cosas su natural condición.
Un tiempo concreto como concreto fue el lugar. La Palestina de esos días es una región especial, dominada por el Imperio Romano, quizá la organización más perfecta de dominio y control que se ha conocido a lo largo de la historia. Un imperio que tenía un centro de poder bien definido, Roma cuyo nombre será pronunciado en cada región y rincón conquistado.
Augusto ha declarado la paz sobre una extensión de más de tres millones de kilómetros cuadrados. Una paz que ha sucedido después de varias guerras civiles, sublevaciones, e incursiones de piratas por todo el mediterráneo. Una paz que ha sucedido a las devastaciones de Sila, de Pompeyo, de Cesar, de Antonio y Octavio.
La Roma de ese tiempo había construido, sin duda, la organización más perfecta que se conoció jamás. Había unidad política y económica: la romana. Grecia aportaba su cultura, la más genial del pensamiento en una lengua que solo hablaban los más cultos.
Una buena red de carreteras unía el imperio, lo que favorecía un comercio que florecía tranquilo por todas partes, y un Derecho casi perfecto organizaba las relaciones humanas de tal manera, que veinte siglos más tarde la mayoría de sus conceptos siguen vivos.
Por haber paz, la había hasta en lo espiritual. Roma permitía convivir a cuantos dioses se quisieran tener, siempre y cuando se reconociera que no hay más majestad que la del emperador.
La Roma de su época fue la etapa de esplendor de uno de los imperios más consolidados de nuestra historia, cuyo arte, derecho, ingeniería, organización, ejército, lengua, y otras tantas realidades, terminaron por constituir uno de los principales pilares de la civilización occidental y por tanto de nuestro mundo.
Ciertamente, hablar de ese tiempo es hablar de una Roma imperial, todopoderosa, cuyos confines se extienden por los cuatro puntos cardinales. Y esa Roma poderosa, es también la dueña de la tierra de los antepasados de José, la tierra de su pueblo, la tierra prometida: Palestina
