“Resplandece entre los Santos con la luz más viva aquel gran Santo que conmemoramos hoy, el gloriosísimo Esposo de la divina Madre, San José. La gloria a la que en el curso de la vida mortal fue levantado por Dios es tan sublime, y los ejemplos que dejó de la más perfecta virtud y santidad son tan luminosos, que el que tiene que elogiarlos no acierta a pensar qué consideración pueda ser la más provechosa para sus oyentes, aquella que le arrebata en un santo entusiasmo de admiración, o la que te invita y empuja a la imitación de sus virtudes, o la que te infunde en el alma una santa confianza de que un santo tan glorificado por Dios en la tierra, será también de Dios plenamente oído en el cielo. […]
Desde aquel momento no vive sino para Jesús; sólo de él está solícito; asume hacia él, corazón y entrañas de padre, y llega a ser por afección lo que no era por naturaleza. El es efectivamente el que da nombre a Jesús, es él el que es avisado en sueños por los ángeles acerca de los peligros que amenazan a Jesús; es él quien lo pone a salvo en Egipto y desde allí lo reconduce a Galilea; es él quien lo sustenta en su infancia; en una palabra, es José quien cumple en el mundo el oficio de Padre respecto del Salvador. Jesús le está sujeto, le obedece, y él es verdaderamente como un padre: José tiene por Jesús solicitud y afecto de Padre, Jesús tiene por José obediencia y afecto de hijo. Representa al Eterno Padre. ¿Cómo habría podido un hombre ser más exaltado? […]
Y no sólo se le asignó a José la dicha de vivir con Jesús; sino también la de espirar su alma bendita entre los brazos de Jesús y María. ¿Qué otra muerte fue nunca más preciosa que la de San José? ¡Cuán bello y dulce morir confiando el propio espíritu en manos de Jesús, en manos del Hijo Jesús! ¡Qué privilegio, qué suerte feliz la del esposo de María, la del custodio y Padre de Jesús! No tengo yo palabras para decirlo: después de María ningún otro mortal fue más glorificado que José”