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Está cansado. Lleva unos días con poco apetito y le duelen algunas articulaciones. Esta mañana no ha trabajado en el taller. Es uno de los pocos días de su vida que no lo ha hecho. María le ha dicho que tiene que descansar, que Jesús se ocupará todo. Y él obedece siempre las sugerencias de María.

No es nada, ha dicho un par de veces, sin excesivo convencimiento. Seguro que en un rato estará bien. María no se ha querido apartar de él. Las tareas de la casa, hoy pueden esperar.

Está echado sobre la estera que, colocada en el suelo, es el cobijo diario de su descanso. Le pesa todo el cuerpo, aunque sus ojos permanecen abiertos y no puede apartarlos de María. Es tan hermosa. Su vida ha sido la dicha de verla, de estar junto a ella, se sentir su afecto y cariño.

María ha tomado su mano, y no deja de besarla. Él se ha estremecido, y con una sonrisa ancha quiere agradecer esos detalles que tanto le conmueven, mientras escucha como llama a Jesús. No ha tenido casi que repetir su nombre. Está tan cerca.

Jesús ha entrado rápido en la estancia, y ha mirado a los ojos de María. José se ha dado cuenta, y los ha leído. Ha sido un instante en el que ambas miradas han conversado, y lo han hecho sobre él.

También Jesús se ha puesto a su lado, mientras con fuerza le sujeta la otra mano, le besa, e inclinado, le abraza. Muchas otras veces Jesús le ha abrazado. Ya es mayor y fuerte, pero siempre le ha agradecido que no dejara nunca de darte un beso, o de abrazarle cuando le ha visto regresar de alguna actividad que les mantenido separados algo de tiempo.

Hoy su abrazo es más fuerte, y casi ha podido sentir el latido de su corazón que palpita rápido. Jamás le ha visto llorar, como tampoco ha visto a María.

No para de mirarlos. A uno, a otro. Pasaría así una eternidad, mientras dos lágrimas, que no quiere evitar, resbalan por su mejilla. Las dos primeras lágrimas que han salido de sus ojos delante de ellos.

Lo entiende. Mirándolos ha comprendido que conviene que se vaya, que ya ha cumplido su misión. No le da miedo la muerte. Ningún ser humano ha podido mirarla con tanta paz. Sabe que en esa estancia solo entra pidiendo permiso, sumisa, callada, respetuosa. Siente un dolor intenso, agudo, que le parte el corazón al pensar que, en unos instantes, tal vez minutos, dejará de estar con ellos. Va a morir y lo sabe. No lo comprende, pero lo acepta. Sabe que queda tanto por suceder, pero ese camino lo recorrerán ellos solos. Jesús le conoce demasiado bien y sabe que su pobre alma de hombre no lo resistiría. Solo María puede acompañarle.

María mira a Jesús. Hay tanto abandono en su mirada. Y Jesús mira a María, y en sus miradas solo se puede ver las infinitas cosas bellas que Dios tiene preparadas para los que le aman.

María se ha inclinado hasta poner su mano en su cara. José ha cerrado los ojos. Lo ha hecho mientras pronunciabas sus nombres.

Todo está cumplido

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José de Nazaret

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