Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

“Después de haberse marchado, un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para acabar con él”. El se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, y se fue a Egipto. Allí estuvo hasta la muerte de Herodes.

San Mateo 2, 13-15

La huida de noche

No cuesta demasiado imaginar la imagen. Seguro que María, como hace siempre, miraría al Niño por última vez antes de dormirse, como no cuesta imaginar a José contemplando a los dos cuando al fin, cansados, caen dormidos.

Solo entonces procura conciliar el sueño. Lo hace vigilante, atento a cualquier movimiento de ellos o del exterior. En él, como en cualquier padre, es un resorte natural.

Esa noche durmió peor. Se ha despertado en varios momentos y solo ha vuelto a conciliar el sueño cuando ha comprobado que todo está en orden.

José, de nuevo se ha despertado y sus están ojos abiertos y excitados. Durante unos segundos repasa en su mente cada una de las palabras del ángel. Ha sido claro, conciso y sobre todo rotundo: “toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise; porque Herodes va a buscar al Niño para matarle”

El mensaje requiere poca interpretación. Ha sido un sueño, sí, pero claro como el aire. Ha sido un ángel, como la otra vez. No hay tiempo que perder. Durante unos segundos le asalta la duda de si sería mejor esperar a que amaneciera. Como a todo padre le duele el alma, solo pensar que les tiene que despertar. Además, no tiene nada previsto para un viaje que, sin duda, se presenta largo.

No deja que su pensamiento tome forma. La vida le ha hecho un hombre de acción, y eso hace valorar que ahora, cada minuto cuenta. Lo único cierto es que María y el niño están en peligro y debe protegerles de la forma que sea.

Sobre la manta que le sirve de cobijo cada noche, coloca las cosas que considera más imprescindibles, mientras no para de repetir en su cabeza: Egipto. No lo conoce. No sabe cómo se las vas a ingeniar para organizarse, y tiene que pensar rápido, que cosas harán falta y no sabrá encontrar allí.

María se ha despertado con sus movimientos. Intuitivamente ha mirado al Niño y luego a José, y sin decir nada se ha levantado. Las madres tienen una intuición especial para sentir el peligro y leerlo en el rostro de la gente. Le ha bastado mirar la cara de José para saber que algo grave sucede.

José ha dicho que deben partir cuanto antes. Recoger las cosas más imprescindibles del Niño. Ha preferido no decir nada de que “Herodes va a buscar al Niño para matarle” Prefiere ahorrarle ese dolor que ahora solo la angustiaría. Ese peso lo lleva él.

En las cercanías no hay nadie. Los pocos vecinos están durmiendo, y nadie advierte cómo desata al pequeño pollino que servirá de transporte. María ha cogido en brazos al niño y lo ha abrigado en una manta. El pequeño no se ha despertado.

Es aún de noche cuando comienzan a alejarse de la ciudad camino de Hebrón, 25 Km. al sur de Belén. Desde allí a Egipto. José ha oído hablar del camino, y de que hay dos rutas. La más corta, la vía Maris, que toma la dirección de Gaza para seguir después hasta Egipto, bordeando siempre el mediterráneo. La otra, más larga, pero menos frecuentada, que atraviesa Bersabé y el desierto de Indumea, para cruzar después la península del Sinaí.

El ángel no ha dicho nada. Lo tiene que decidir él, y no es difícil imaginar que tomaría el más largo pero seguro.  Duele pensar lo que José debió sufrir cada inclemencia del tiempo, cada frío de la noche, o de presentir los peligros desconocidos de un camino poco frecuentado. (Entre 10 y 40 jornadas para algunos autores).  Una distancia así de dura con jornadas interminables para una madre y un Niño que acaba de nacer. 

El camino es aún más duro de lo que uno imagina, o lo que cuentan de él la gente de su raza. En realidad, todos en su pueblo lo conocen. Es el camino que el pueblo recorrió cuando el Señor lo liberó de la esclavitud del Faraón. 

Dios no priva del sufrimiento ni siquiera a su propio hijo y a su madre. Es la vida de cada hombre, de todo hombre. El sufrimiento es un compañero natural. Cuesta tanto aceptarlo, que en la mayoría de los casos incluso lo negamos. En nuestra propia vida, en la vida de los demás a la que preferimos no mirar. Nuestra sociedad se ha empeñado en evitarlo de la forma que sea, huyendo de él como si fuera la peor de las plagas. Nadie lo comprende, nadie lo acepta, y casi pensamos que quien lo padece es un pobre desgraciado, que en algún momento hizo algo que lo provocó. Así fue en su época, y así en todas las épocas, sobre todo en la actual, en la que la humanidad lo ha entendido menos que nunca.

El sufrimiento es la gran moneda de los cristianos. Limpia, purifica, hace humildes… posiblemente lo que mejor nos recuerda que la vida tiene un sentido trascendente, y que nuestro paso por esta tierra es solo “una mala noche en una mala posada”. La vida del Señor sobre la tierra está llena de tesoros: pobreza, silencio, polvo, sudor, sangre, cruz… Dios mismo en su venida a la tierra parece que ha querido tener el monopolio del dolor. 

Nuestro mundo valora a quienes más tienen, a los triunfadores, a los que brillan, a quienes reciben el reconocimiento y la admiración de los demás, a los que poseen dinero, riqueza, poder… Es el sueño dorado de todo hombre sobre la tierra.

La travesía de Nazaret a Egipto es el recorrido de una familia de exiliados, de perseguidos, de huidos en la noche, de unos pobres que no tienen donde caerse muerto. Sol, un solo abrasador que lo quema todo, que ha impedido cualquier brizna de vida en Kilómetros de distancia. No hay comida, ni caminos, ni un pequeño pozo donde aliviar la sed. No hay más que calor de día, frío de noche, y el temor de estar expuestos a cada peligro, que los desiertos tienen reservados para quienes están tan locos o necesitados de tener que penetrar en él.

Nada agrada tanto a Dios como la aceptación gozosa del dolor, de la enfermedad, del sufrimiento. Le gustan sin duda los esfuerzos de sus hijos, las proezas. Gestas increíbles que cuesta imaginar. Pero lo que más le gusta es la aceptación gozosa de su voluntad, a veces tan solo un designio escondido y discreto de un alma, a veces justamente los fracasos.

Cómo miraría María a José. Confía tanto en él que no ha hecho preguntas cuando han iniciado una ruta tan dura. Le ve fuerte, firme, seguro como una roca. Sabe que Dios le ha puesto a su lado paraque cuide del Niño y de ella y eso le hace quererle aún más. Sabe que José sabrá actuar en cada momento. Le conoce bien. Nadie le conoce como ella. Es su José. Sabe de su fortaleza, de su piedad, y sabe que su vida no es más que el empeño por servir y cuidar de ellos.

Nunca un hombre es más hombre que cuando una mujer lo confía todo en él. Lo que más valora una mujer en un hombre es precisamente esa seguridad. De sobra saben ellas lo que hay que hacer, pero les gusta ver que sus maridos son fuertes, firmes y seguros.

José es un modelo para todo hombre pues nadie ha querido a una mujer, como él ha querido a María.

Cuando la tarde comienza a declinar ven las primeras casas que les indican que están llegando a su destino. Han llegado después de una travesía que les costará olvidar, como costará olvidar a los Ángeles. Ellos también han vivido cada segundo, cada rayo de sol que hubieran querido parar, cada paso cansino del pequeño borriquillo que hubieran querido amortiguar con sus propias manos. Pero no han hecho nada, y perplejos contemplan al hijo de Dios empeñado en salvar hasta el último de los hombres.

Leave a comment