Los autores no se ponen de acuerdo sobre su persona. Sabemos tan poco. Los evangelios, apenas hacen alguna referencia. Ciertamente no fueron escritos con la intención de narrar una biografía que además no sería la suya. Querían mostrar un mensaje, del que José fue colaborador.
Así lo quiso Dios y a José, seguro, le complacía ese silencio. Posiblemente ese haya sido el rasgo que más han querido reflejar cuantos exégetas se han referido a su persona: el silencio.
Los autores no se ponen de acuerdo ni siquiera acerca de su edad. Cuesta trabajo entender por qué tienen que pensarlo tanto. Seguro que fue un hombre joven, apenas de unos 20 años cuando ocurrió todo. Joven y fuerte, con una constitución atlética, propia de quienes tenían su edad y su oficio. Barba oscura, como la llevaban la mayoría de los hombres de la época, y unos ojos profundos.
Porte real. No podía ser de otra manera, y así lo entendieron los vecinos de su tiempo. Solo un hombre con ese señorío podía ser digno de la más bella perla de Nazaret: María, la favorita. Es la pareja más perfecta que unos y otros verían con orgullo.
Pero un hombre, al fin y al cabo, como cualquiera de los que pisamos este mundo en pleno siglo XXI. Un tipo normal, al que le costaría levantarse por la mañana, terminar el trabajo con perfección, o no quejarse del calor los días de pleno verano. Un hombre con pasiones e inclinaciones a quien afectaría las conversaciones de los demás, el buen vino, y que sentiría en su carne, como lo hemos sentido todos, el contraste que produce en todo hombre la adolescencia.
José es un hombre, solo eso, pero un hombre que tomó una decisión radical en su vida: ser fiel a las cosas de Dios. No sueña con la forma de acabar con la tiranía de los romanos, ni permite que la imaginación le meta en ensoñaciones de querer cambiar, él solo, el mundo.
Desde joven sentiría en su alma la cercanía de Dios. De un Dios al que respeta, al que teme, y que se ha convertido en la referencia absoluta de su vida. Una referencia sobre la que meditaría muchas veces, tal vez cuando veía el comportamiento de muchos de los hombres de su tiempo. Hombres escrupulosos en el cumplimiento de una ley, cada vez más amplia y llena de preceptos que por momentos se hace insoportable, pero cuyos corazones estaban lejos de Dios.
Todo hombre tiene que hacer una opción en su vida. Y José la hizo. En realidad, la tomó desde muy joven, desde que casi tenía uso de razón, desde que escuchó de sus padres las cosas de Dios para con los hombres: “amarás al Señor tu Dios, con todo tu cuerpo, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”
En José, esta realidad no es un precepto. Es la esencia de su vida, como lo es respirar o hablar. No entiende otra cosa que no sea buscar a Dios en cada momento del día, sentir que su vida no aspira a otra cosa que estar dispuesto a hacer su voluntad.
El siglo XXI ofrece a cada hombre la misma opción. Sólo han cambiado las circunstancias: o la vida de uno es pensar en Dios o es pensar en uno mismo. No hay que cambiar nada: el casado, casado, el soltero, soltero, el joven, el viejo, el padre o el hermano… dan igual las circunstancias pues el planteamiento sigue igual de presente. Es Dios que pregunta a cada hombre si queremos compartir nuestra vida con El, o preferimos guardarla para nosotros.
Es Dios quien toma la iniciativa, quien ama primero, quien se hace niño para asumir en todo nuestra condición, para que le sintamos cercano, accesible… Dios ama primero. Lo cuenta el Papa Francisco al descubrir su vocación: “Fue la sorpresa, el estupor de un encuentro; me di cuenta de que me estaba esperando. Eso es la experiencia religiosa: el estupor de encontrarse con alguien que te está esperando. Desde ese momento para mí, Dios es el que te primerea. Uno lo está buscando, pero Él te busca primero. Uno quiere encontrarlo, pero Él nos encuentra primero”
Sólo hay algo más grande que querer a Dios: sentir que él nos quiere. Sentirse querido es sentirse perdonado, reconocer que soy del otro porque todo lo que tengo lo recibido de Él.
Cuesta sentirse querido. Hay que ser muy humilde para reconocer que Dios nos quiere antes y más. Preferimos demostrar a Dios lo mucho que le queremos, las cosas que hacemos por él. Es como si ese ofrecimiento nos colocase en un plano de igualdad.
Hay que ser muy humilde, hay que ser muy niño para dejarse querer por Dios: “Quien no se haga como un niño no entrará en el reino de los cielos”. Infancia espiritual: lo han repetido todos los santos de la historia.
Como cuesta esa realidad. Sentirse querido exige reconocer que no puedo nada sin mi padre, exige dejar en el suelo todas esas cosas a las que nos aferramos como pequeños tesoros: mi tiempo, mi sensualidad, mi imaginación, mi criterio, mi reconocimiento…
Un niño es sencillez. Su mirada es directa, su sonrisa limpia. Llora si tiene frío, ríe si está contento. Todo en él depende del cuidado amoroso de su padre y de su madre.
José es maestro de vocación. Da igual la que cada uno reciba: la respuesta es igual. La de querer cumplir la voluntad de Dios en cualquier circunstancia.
