“Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta como era costumbre. Pasados aquellos días, al regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtieran. Pensando que iba en la caravana, anduvieron una jornada buscándole entre parientes y conocidos; pero al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca.
Al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían estaban asombrados de su sabiduría y de sus respuestas.
Al verlo se maravillaron y su madre le dijo: “Hijo ¿Por qué has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados te andábamos buscando”
Y él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio.
Se acerca la fiesta de la pascua, la principal de pueblo judío. Lo ha comentado con María que desde hace días viene preparando las cosas para el viaje. Judíos de todas partes llenan los caminos y pueblos, en ruta a Jerusalén. Allí no faltará nadie.
En Nazaret no se habla de otra cosa, como otros años en estas fechas, y las prisas se agolpan en las casas para tener todas las cosas a tiempo. Jesús tiene ya doce años, lo que en la Ley Judía equivale a la mayoría de edad para guardar los ayunos prescritos, y asistir en Jerusalén a las tres fiestas principales.
Que mayor está Jesús. Lo ha hablado muchas veces con María. Ha dado un estirón y está altísimo. Cuesta dejar de hablar de Él. Es su tema favorito de conversación, casi el único: se sienten tan orgullosos de verle crecer. Ya ha dejado de ser un niño, aunque siga muchas veces jugando con los demás chicos a las cosas de siempre. Su voz se ha vuelto más grave y sonora, y sus brazos y piernas son ahora fuertes y ágiles.
Saben que este día es importante para Él, que lo espera con inmensa ilusión. A veces, de noche, después de haber tomado algo al final de la jornada, se ha quedado de tertulia. Ya no quiere dormirse pronto, disfruta charlando con ellos. Le gusta tanto estar a su lado.
Conoce las escrituras con sumo detalle. Las ha aprendido de José, de María. Desde hace tiempo, sus preguntas son cada vez más incisivas y profundas, tanto, que a veces José ha dudado en responder mientras, de medio lado, ha mirado a María.
A ella le gusta escucharlos y se siente dichosa cuando los oye reír. Atareada en la costura a la luz de un candil, no pierde nunca el hilo su conversación. No quiere intervenir mientras José explica las escrituras a Jesús. Sabe que lo hará bien, con todo el cariño, como lo hacen los demás padres. Le respeta, le agradece, le quiere y resuena en su alma de madre el inmenso amor y cariño con el que cuidas a Jesús.
A veces, cuando María ve callar a José por una pregunta que Jesús ha hecho y no sabe responder, le mira y sonríe, y Jesús lo entiende todo en su mirada.
Quedan pocos días para irse y le han dicho a Jesús que tiene que descansar, que el camino será largo. Obediente, mientras ha hecho una mueca divertida, se ha acercado a María para darle un beso de buenas noches. Luego se lo da a José antes de rezar sus últimas oraciones y echarse a dormir.
Es primavera, el campo en Judea tiene el verdor y esplendor de la tierra prometida. No hay un solo espacio en el camino que no esté ocupado por un grupo o caravana, que avanzan en alegre conversación. Los más jóvenes, se divierten pasando de un sitio a otro por fuera del camino, con la tranquilidad de que en todos encuentran alguien conocido.
Al fondo Jerusalén. Imponente, con sus torres, sus grandes muros, sus palacios y sus cúpulas. Es la tierra santa, el orgullo del pueblo judío, donde las cosas de Dios tienen su sitio.
José va con María junto en un grupo grande, la mayoría de Nazaret, a los que se han sumado viejos conocidos de otros pueblos y ciudades más lejanas. La charla es agradable. Ver a María contenta le hace estarlo a él, mientras de vez en cuando mira por dónde anda Jesús, que casi siempre va charlando divertido con algunos amigos. Tiene tantos.
José no habla mucho. Le gusta más escuchar, y entre los de su pueblo sabe que no hay demasiados que cultiven está virtud. Le gusta escuchar a la gente y rezar. Hablar con Dios, sin que nadie se dé cuenta. No una vez o muchas. Siempre. No sabe hacer otra cosa. Le habla de Jesús, de María, de sus cosas…
Está contento. Siente la paz de pensar que están bien, que durante un tiempo las cosas están cada uno en su sitio.
Al llegar al Jerusalén irán a la casa de siempre. Los quieren mucho, y cada año, al despedirse, les ruegan que vuelvan, que no dejen de hacerlo por nada del mundo. Les llevas unos regalos modestos que ha preparado María. También algo de dinero, pero nunca lo han querido aceptar. Dicen que ellos se sienten pagados con su compañía. Son gente sencilla y buena, que tiene a Dios en el centro de su vida. A María le gusta porque es una casa discreta y limpia. Jesús ya tiene algunos amigos de años anteriores y lo pasa bien.
Es la primera tarde y todo es una fiesta. Juntos van a tomar el cordero pascual, y al hacerlo nadie puede dejar de experimentar lo cerca que está Dios de su pueblo. Al día siguiente irá sólo José con Jesús a celebrar en el templo el gran sacrificio. Las mujeres se quedarán en casa.
Un orgullo santo le llena al sentir a Jesús a su lado. Ya no le coge de la mano, como hacía antes. Ahora, siente que es mayor, que puede ir solo, y entiende que es la ley de la vida. Los hijos se van volviendo mayores, y parece que nos necesitan menos.
Está solo con Jesús. Desde hace tiempo, ha empezado a ayudarle en el taller, y juntos pasan ratos maravillosos trabajando. Ahora es distinto. Siempre están los tres. A María no le gusta estar separados, ni siquiera un momento. Pero así lo dicta la Ley.
Andan entre el gentío que ahora es una multitud. No le pierde ojo. No es complicado. Ya destaca, pese a su edad, como uno de los chicos más altos. Por el camino han ido charlando. Aunque ya lo conoce, le ha ido explicando la liturgia de la ceremonia. Jesús escucha con atención, y nota como muchas de las cosas que comenta resuenan en su interior con una profundidad especial.
La Pascua. La gran fiesta de la Pascua, ha repetido mientras sus ojos se iluminan al mirar el Templo.
José se nota raro sin María. Ella sabe cómo actuar cuando ve a Jesús así. El, en cambio, no sabe que decir. Calla y suspira con alivio cuando le ve sonreír. Se le ve tan contento.
“Por la calle, en presencia del pueblo, se siega la primera gavilla de cebada y se trae al Templo para ofrecerla en sacrificio y quemarla al día siguiente. Después de esta ofrenda de primicias, con la que se declaraba abierta la recolección, los peregrinos de la fiesta podían emprende el camino de vuelta a sus hogares”[1]
Aquí sí, aquí está María, junto al resto de las mujeres, y el ambiente festivo se extiende entre todos como una alegría contagiosa.
Ayuda a María con las cosas que trae. Como el resto de la gente, tienen previsto partir al final de la fiesta. Así lo hacen todos, formándose grandes caravanas que, partiendo de Jerusalén, llegarán a todos los puntos de Israel y aún más lejos.
Todo es gente conocida, y desde hace un rato no para de saludar amigos. Igual que María. La gente la quiere tanto, que nadie se quiere marchar sin saludarla un momento.
Jesús debe estar con sus amigos. Es ya mayor y a esa edad les gusta tener un poco de independencia. Andará entre alguno de los grupos que despacio han iniciado la marcha, y está seguro de que se reunirá con ellos en la primera parada, como hacen el resto de los chicos.
Han llegado a Berot, que como es costumbre, suele ser la primera parada en el camino de regreso. Le ha extrañado que Jesús aún no haya aparecido, y comenta con María que le va a buscar mientras ella preparada la cena con el resto de las mujeres.
Va de grupo con la seguridad de que, si no está en este grupo, lo estará en el siguiente. Pregunta a la gente. Con despreocupación le dicen que no le han visto, pero que seguro estará por ahí.
– Los chicos son así, José, comentan de broma. Ya aparecerá.
Está seguro, pero un cierto temor se apodera de él, cuando nota que se va haciendo tarde y sigue sin aparecer. Anda cada vez más rápido, y a los más conocidos les ha pedido con angustia que le ayuden a buscarlo, que no le encuentra.
La gente ha empezado a movilizarse. Los padres comentan a sus hijos que se pongan a buscarle, y varios hombres se han sumado para ayudarle. Pronto, todo el mundo en la caravana busca a Jesús. La gente les aprecia, y entienden la angustia que sufre un padre cuando piensa que ha perdido a un hijo.
La movilización es general, y sabe que María habrá escuchado que todos buscan a Jesús. La ve venir desde lejos y apenas se atreve a mirarla. Ella si lo ha hecho, y agradece su mirada de compasión oculta en un rictus de dolor. Nunca la ha visto así, y en su cara se puede leer hasta donde es profundo el dolor humano.
José siente el alma rota y no para de reprocharse no haber estado más pendiente. El, a quien el mismo ángel ha dado el cometido de cuidarle, él en quien María tiene puesta una confianza ciega, él que es consciente de que ese Niño es el Mesías que el pueblo ha esperado desde el comienzo de los siglos, el Hijo de Dios hecho hombre. Le cuesta respirar y siente que el corazón se va a romper de dolor.
Van de un sitio para otro. Vuelven a mirar en sitios donde antes ya han mirado. Tiene que hacer algo, lo que sea.
Ni una sola persona en todo el campamento ha dejado de buscar a Jesús. No está. Es imposible que con todo lo que están removiendo no haya aparecido. Algunos hombres se han acercado a José para decirte que no tiene sentido seguir buscando. Tiene que estar en Jerusalén y es mejor partir cuanto antes. Ellos continuarán la marcha, y si por lo que sea aparece, mandarán a alguien para avisar.
Se lo ha agradecido. Tienen razón. Deben volver cuanto antes. Jesús estará solo, preocupado, perdido. ¿Cómo es posible que haya tenido ese descuido?
María, a su lado, no dice nada mientras con prisa, desandan el camino. Sabe el dolor que invade su alma y que nada de lo que pueda decir la puede consolar. Los hombres no lloran, pero el corazón sí, y el siente que el suyo no puede contener tanto dolor.
En Jerusalén la familia donde siempre se alojan se ha extrañado al verlos llegar. Con angustia se han hecho cargo rápidamente de la situación. Ella se ha llevado a María para que descanse y coma algo, mientras él se ha apresurado a ponerse el manto y acompañar a José a buscar al niño hasta en el último rincón de la ciudad.
Jerusalén es ahora una ciudad tranquila. La mayoría de la gente ha vuelto a sus pueblos y ciudades, y los que viven en ella se han recogido en sus casas para descansar. Son muy pocos los que aún andan por la calle y lo hacen con prisa.
No pueden imaginar donde puede estar. Han recorrido de extremo a extremo, preguntando a las pocas personas que han encontrado. Nadie sabe nada.
Pronto amanecerá. Su amigo le ha convencido de que es mejor volver a casa. Descansar, comer algo y volver a buscarle. Comenta que no deben preocuparse, que seguro que alguien bueno le habrá visto perdido y le habrán acogido en su casa. Su pueblo es por encima de todo, un pueblo hospitalario, y Jesús no es más que un niño.
José se deja llevar. Siente como si le hubieran dando un mazazo y solo fuera capaz de hacer los movimientos más automáticos. No quiere comer. No se siente capaz. Al llegar María está despierta. Durante las últimas horas no ha pensado en otra cosa que en el momento de verla y siente una profunda vergüenza de que le vea llegar sin el Niño. No sabes que decir. Se siente tan abatido que parece que en cada una de tus articulaciones le hubieran dado una paliza.
Tiene la completa seguridad de que nunca ha visto unos ojos que reflejen el dolor más que los de María ahora. Sin embargo, mirarla ha sido el primer instante de alivio que ha sentido en el último rato, y verla cerca ha hecho que recobre las fuerzas.
Ella le ha indicado que debe descansar y le ha traído algo de comida. A ella sí le obedece y agradece la compasión de su cuidado y silencio. Será solo un rato de descanso. Apenas unos minutos. No necesita más, ni lo quiere. Sólo quiere salir cuanto antes para buscarle.
María le acompaña ahora. Él ha intentado hacer ademán de que se quedara a esperarte, pero su mirada ha bastado para saber que ninguna fuerza en el cielo o en la tierra podrá apartarla de ir a la búsqueda de su hijo. En la casa siempre habrá alguien de guardia por si Jesús aparece, y el resto se distribuirán por zonas.
Recorren las calles una a una. Preguntan a la gente y vuelven a recorrerla. Su cabeza no para de dar vueltas tratando de imaginar donde puede estar, pero no se les ocurre nada. Jesús jamás se ha separado de ellos. Ha tenido que pasar algo. Sabe lo que los quiere, sobre todo su madre, y entiende que es incapaz de separarse de ellos sino hubiera un motivo muy fuerte. Ha pasado algo. Tiene que haberle pasado algo. José no para de rezar, no puede hacer otra cosa, y sabe que a tu lado María no para de hablar con Dios. Es lo único que siente que puede hacer. Sabe que Dios cuida de forma amorosa de cada una de sus criaturas. Que vela cada instante, cada segundo de nuestra vida por todos nosotros. ¡Como no va cuidar de su Hijo queridísimo! La noche que nació, no fue un ángel ni dos los que cantaron la alegría de su nacimiento, sino cientos. Cien legiones de ángeles acudirían en auxilio de su Hijo si algo le ocurriera, y ahora ¡oh mi Dios! está perdido y no sabe dónde está. Reyes y poderosos del mundo, profetas y sabios a lo largo de la historia querrían ver lo que no han visto, o sentir lo que no han sentido, y él a quien Dios mismo ha encargado su cuidado, le ha perdido y no tiene consuelo porque no le encuentra. Pide perdón a Dios. No hace otra cosa. Siente que no merece nada, ni siquiera la vida que Él le ha dado, y ofrece a Dios su dolor. No tiene otra cosa. Un dolor inmenso que parece que le va a romper el alma.
Andan y andan. De vez en cuando se detiene para que María pueda descansar, pero ella siempre hace ademán de continuar. Se siente tan pequeño a su lado. Ni una palabra de cansancio, ni una mueca, ni un reproche. Le ha cogido de la mano y la ha apretado con afecto cada vez que ha sentido que va a desfallecer. No la merezco, piensa de forma entrecortada. No merezco nada de lo que ha pasado en mi vida. No merezco el honor de que Dios se haya fijado en mí.
Otras veces no puedes evitar pensar en Jesús ¿Dónde puede estar? Le imagina solo, perdido, desorientado, en la ciudad más grande y poblada de Israel. Dos días completos, con sus noches, en los que no han parado de buscarle un segundo. Dos días que se han hecho eternos, y donde ha llegado a pensar que ningún ser humano puede sentir tanto dolor.
Apenas han comido, y no han dormido nada. Solo hay cansancio y dolor. Es el tercer día y no comprenden. Imagina lo peor, pero al mismo tiempo entiende que eso no es posible. Tres largos días donde no pueden imaginar donde estará.
María ha dicho que hoy empezaran por el Templo. Han ido varias veces sin encontrarle, pero poner las cosas en las manos de Dios es el mejor consuelo, y complacer a María, es la única cosa que le alivia.
De camino, el corazón les da un vuelco cuando escuchan en la calle a algunas personas comentando de un niño, que en el Templo está discutiendo con los doctores. Es El, solo puede ser EL. Jesús, Jesús, Jesús, repite en su interior mientras sus pies quieren echar a correr. Se ha frenado para esperar el paso de María, cuyo rostro brilla ahora de la forma más hermosa que un ser humano puede imaginar.
Un montón de gente se acumula en el pórtico y escuchan en silencio. Todos los ojos estaban puestos en él, mientras con fortaleza José va abriendo el camino para que María pueda avanzar. Es como si las pocas fuerzas que le quedaban se hubieran convertido ahora en una fortaleza colosal, y siente que podría hacerlo todo.
Algunos de los doctores han dejado su puesto a Jesús que permanece hablando en el centro de ellos. La gente ha notado la forman en que avanzan hacia el Niño, y algunos incluso, han mirado con recelo. También los doctores se han dado cuenta y los ven avanzar los últimos metros. La muchedumbre, inmóvil, contempla la escena. José ha preferido quedarte detrás. Es un encuentro entre ellos, donde él ocupa un segundo lugar. Siempre le ha impresionado la delicada forma como Jesús trata a su madre, una delicadeza de la que ha aprendido tanto.
Jesús no ha dejado de mirarla desde que han cruzado el umbral del pórtico, y José ha notado que jamás dos miradas se han dicho tanto.
Los doctores han seguido la escena admirados. Alguno, incluso, se ha vuelto hacia José, preguntándose, tal vez, quienes son los padres de un niño con tanta sabiduría.
María, ajena a la multitud, permanece ahora abrazada a Jesús. Sus ojos no se cansan de verle, mientras su voz repite una y otra vez: hijo mío, hijo mío “¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiado, te andábamos buscando”. Jesús se ha olvidado ahora de todo y sigue abrazo a su madre, mientras con cariño, casi como un susurro le ha dicho en confidencia ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?[2].
María no se ha separado de Jesús. Le lleva pegado mientras José va abriendo el camino de salida. La mirada de todos no se aparta de ellos, pero nada de eso importa, y que cualquier cosa del mundo no es nada al lado del encuentro que acaba de vivir. Incluso alguno de los doctores ha hecho ademán de deteneros, mientras otro, consciente de lo delicado del momento, le ha hecho un gesto para que les dejen marchar.
Las piernas andan solas mientras a su espalda María no suelta la mano de Jesús. A ella si le deja que se la coja, aunque sea ya mayor, y dos lagrimas luchan por salir, cuando le ha oído repetir a Jesús por dos veces decir a su madre lo mucho que la quiere.
Padre repite con emoción. María ha dicho a Jesús delante de todos “tu padre”. Dios te sigue concediendo el honor de que hagas de Padre de su hijo, y María lo ha proclamado ante el mundo.
Mi reina, mi Señora, mi esposa amadísima, la madre de mi Dios.
María guarda estás cosas en su corazón. El apenas entiende lo que Jesús ha querido decir. Es tan consolador para el resto de la humanidad que las dos personas más cercanas a Dios, que mejor han sabido conocerle y compenetrarse con él, no le hayan entendido.
No entiende. Ya solo ama.
[1] M pag 74
[2] San Lucas 2, 48