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Nadie ha amado tanto a una mujer como José amó a María. Dios tenía previsto, desde el comienzo de los tiempos, una mujer, su madre, y un hombre que la amase por encima de todas las cosas. Un hombre que viese en ese amor la voluntad de Dios.

Cuando Dios piensa en cada hombre, le asigna una misión, un papel singular en la historia, y le concede las gracias necesarias para cumplir y sacar adelante su vocación.

La vocación de José era matrimonial, posiblemente la vocación matrimonial más perfecta: un hombre y una mujer unidos por amor ante Dios, volcados en la preciosa tarea de sacar un hijo adelante. Nunca el matrimonio, y por ello la familia, han tenido tanto sentido, y han alcanzado una plenitud más plena.

No podía ser de otra manera. Dios, que todo lo tiene presente y previsto, quiso que fuera en una familia donde su hijo se desarrollara, creciera, se fortaleciera hasta su plenitud, hasta hacerse realidad “la plenitud de los tiempos”. Una familia donde un padre y una madre enseñaran, en su quehacer ordinario, las mil manifestaciones donde se plasma el amor humano y divino.

José está enamorado de María, y siente que María está enamorada de Él, ante la mirada complacida de Dios, que ha premiado ese amor con su hijo.

Esa familia es el espacio preciso donde Dios quiere que su hijo sea hombre. No es una equivocación, ni tan siquiera una espera. Los treinta años que Jesús pasará junto a ellos son la más hermosa escuela para los hombres y mujeres de todas las generaciones, que, como ellos, nacemos, crecemos y vivimos en familia. Ahí se desarrolla nuestra personalidad y se forma nuestro carácter. Ahí aprendemos a hablar, a escuchar, a valorar el sol que nos alumbra cada mañana, y el fuego que nos calienta cada noche.

Perfecto Dios, perfecto hombre. Así es Jesús. Y como hombre es en el hogar donde aprenderá todas las cosas. Será fijándose en ellos donde descubrirá el trabajo bien hecho, o el gusto por la comida bien elaborada. Con ellos aprenderá a interpretar las escrituras, pero también las épocas de las cosechas, o los cielos que, encapotados, anuncian tormentas. Con ellos sabrá lo que es un grano de mostaza, y aprenderá de sus manos a partir el pan, una forma característica de su familia.

Años más tarde, cuando José ya no esté, Jesús contará a sus discípulos uno de los cuentos más hermosos que se pueden escuchar. Les hablará de un padre que un día repartió su herencia entre dos hijos. Uno la perderá toda entre prostitutas y meretrices, mientras que el otro permanecerá a su lado cuidando la hacienda. Les contará que ese padre, cada mañana, miraba hacia el camino confiando en que algún día volvería el hijo, hasta que, al fin, en la lontananza le reconoció y corriendo hacia él, le cubrió de lágrimas y de besos.

Seguro que Jesús, recordaría en ese momento, tantas tardes en las que José le esperaba mirando la lontananza, para verle volver de sus juegos con los demás amigos del pueblo, o el abrazo estrecho, firme, que le daba cada noche, antes de irse a dormir.

Jesús aprenderá de José y María lo que es el cariño por un hijo, lo que supone el desvelo por ganar el pan de cada día, lo que es sufrir ante la enfermedad o el dolor de parientes o amigos. Con ellos descubrirá lo mucho que la gente necesita ser escuchada, el dolor que se siente al despedir a alguien para siempre, y la sencillez de una rutina que solo el amor hace grande.

Las cosas de Dios son siempre providencia. Tienen una exacta razón de ser, aunque los hombres no la entendamos, como nadie ha podido entender que el hacedor del universo haya querido nacer de la forma más pobre que se pueda conocer. La vida junto a ellos no es una larga espera de vida oculta. Es una luz poderosa que nos ilumina a todos y nos transmite un mensaje limpio y certero: el de descubrir a Dios en las cosas pequeñas de cada día, “el de ver a Dios entre los pucheros”[1]


[1] Santa Tersa de Jesús

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José de Nazaret

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