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El pueblo judío era el pueblo de Dios. Por eso, la religión no es un aspecto más: lo inunda todo, en un continuo estar pendientes de Yahvé, y Yahvé de los suyos. Es el pueblo escogido. El pueblo al que Dios mismo ha prometido que será su raza, sangre de su sangre. Y Dios no olvida nunca sus promesas. Por eso jamás ha existido un pueblo con una conciencia tal sobre la misión recibida.

Único pueblo monoteísta sobre la tierra, jamás ha consentido ídolos de barro u oro. Esos pueblos buscan a un Dios al que no encuentran, mientras que el pueblo judío sabe que es de Dios y al El solo encomienda todo.

Dios es quien marca su ley, quien les ha sacado de Egipto, y privado de morir de hambre en el desierto, quien con su soplo ha dividido el mar en dos, quien ha escogido la tierra exacta donde deben vivir, y quien ha ganado todas las batallas. El les ha mandando sus profetas para que les dijera exactamente lo que quería de ellos. Yahvé es su Dios y ellos de Yahvé.

Cierto es que durante los últimos tiempos las cosas han cambiado algo. Parece que hace tanto tiempo que no ha venido ningún profeta, y puede dar la impresión como si Dios se hubiera olvidado de su pueblo. Ahora viven bajo la opresión Romana, un terrible invasor cuyo Imperio domina todo el orbe conocido. Ellos, que siempre han luchado por ser un pueblo libre, sueñan con el día en que Su brazo poderoso vuelva a liberarlos de la opresión.

Saben que llegará, que Dios nunca olvida, y que un día muy pronto aparecerá un salvador, el Mesías, que conducirá a su pueblo a una batalla como no ha existido nunca. Será la venida del reino de Dios y su justicia, tal y como los profetas han proclamado de generación en generación.

Pero el tiempo pasa y nada de eso parece que vaya a llegar. La vida se impone. El día a día, la necesidad de ganarse el pan, de cosechar los campos y cultivar el ganado, de negociar con los romanos para que les respeten y no les aniquilen, han terminado por hacer un pueblo práctico que debe convivir con el resto de pueblos de la tierra.

La nobleza sacerdotal y los miembros de la familia del sumo sacerdote se han convertido en los únicos intérpretes de la fe del pueblo, los guardianes y depositarios de la religión. Son ellos, extremadamente ricos, quienes viven para ocuparse de todo lo referido al Templo. Ellos quienes interpretan la sagrada escritura, quienes dictan las leyes, o juzgan hasta los más pequeños asuntos de la vida cotidiana. Ellos los que mandan y quienes dictan cada precepto de la Ley, y la Ley para ese pueblo, lo es todo. Tanto que ha terminado por convertirse en algo casi asfixiante. Todo está prescrito, todo debe responder a unos preceptos rigurosísimos, más preocupados por la forma y por lo exterior, que por saber si ayudan a estar más cerca de Dios.

Hay también algunos grandes comerciantes y terratenientes, representados como ancianos en el Sanedrín. Su fuerte capacidad económica, les ha hecho ser muy influyentes, tal vez los únicos que pueden tener una relación directa con la clase sacerdotal.

Pero el pueblo judío era, sobre todo, un pueblo de pobres. El coste de la vida era moderado, y una familia podía mantenerse, de una forma digna, sin demasiados recursos. Agricultura y ganadería junto a algo de comercio son su única riqueza.

Ciertamente nada indica que ese mítico pueblo, el pueblo de Yahvé, vaya a conquistar la tierra. De hecho, desde que en el año 63 A.C. fueran conquistados por Pompeyo, el pueblo de Israel ha sido sometido como todos los pueblos conquistados, a sangre y fuego, y cada pequeña sublevación, cada intento de resistencia, será aplastado con tal represión que se cuentan por millares los judíos sacrificados o muertos a manos de los romanos. Unos episodios que desgraciadamente no son algo aislado y cuyas noticias llegarán a Belén o Nazaret con la velocidad del viento.

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