Jesús llora. José no sabe muy bien por qué. Ha comido. No aparenta tener fiebre. Parece sano. Pero llora. Le estarán saliendo los dientes, y el dolor al romper la encía, es tan duro que el niño no para de llorar.
Se ha acercado a su cuna. Esa que con tanto cariño hizo antes de que naciera. El pequeño mueve las manos mientras no para de llorar. Le ha cogido en brazos y ha parado.
María le ha dicho que no se preocupe. Que ella estará la noche a su lado. Él ha respondido con cariño que no, que duerma, que descanse, que a él no le importa quedarte toda la noche meciéndole.
Pasea con El por el corto espacio del habitáculo. Le mece, le besa y el niño se deja querer. El sentimiento de sus brazos fuertes le hace descansar y calla.
Sabe que está llevando al hijo de Dios en sus brazos. Le mira una y otra vez incrédulo y mira a María que ahora duerme. Da un paso. Luego otro. Sabe que esa candencia le tranquiliza, mientras mira como sus ojos pequeños se van cerrando con el peso de los parpados.
Le mira una y otra vez. Solo un padre puede pasar una noche en vela mirando el rostro de su hijo. De una noche, de otra. No importa que nos quite la vida. Es tan sencillo dársela, y el niño duerme al fin. Su respiración se ha hecho lenta pero amplia, y sabe que ahora está profundamente dormido.
Con la delicadeza que solo un padre sabe poner, le ha dejado sobre la cuna y le ha arropado. Le gusta tanto hacerlo. Poner la pequeña sábana blanca sobre su barbilla y la manta ajustada a la cuna. Que no pase frío, Que no pase miedo. Que no tenga temor de nada. Que si hay algún temor solo sea suyo.
Se ha quedado un rato mirándole. En realidad, podría hacerlo toda la noche. Toda la vida y una eternidad. Luego ha mirado a María y después se ha puesto de rodillas para hacer sus oraciones. Las de cada noche. Y al alzar los ojos hacia el cielo, ha dicho a Dios que no le deje. Que no se olvide de ayudar a este pobre hombre que tanto le quiere. Que hará lo que Él quiera. Que cuidarás de ellos siempre, siempre. Que los defenderá con su vida, que los sacará adelante. Que tenga misericordia de este hijo que es solo un hombre pegado a un Dios y a su madre que hoy, como un misterio insondable, comparte el mismo espacio que El
Ya no ha dicho más. Sin darte cuenta se ha ido inclinando hasta quedarte dormido, y en la pobre casa de Nazaret reina el silencio. Dios mismo, su madre y José duermen. Y en cielo, cien legiones de Ángeles contemplan absortos el prodigio, atentos a una sola indicación. Tampoco ellos duermen. Solo contemplan el instante increíble de ver a su Dios, a su Reina y al esposo de su reina, descansar.