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“José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió dejarla ocultamente.”

San Mateo 1,18

“En esto pensaba, cuando en sueños se le apareció un ángel del Señor y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”

San Mateo 2, 19

“Habiendo despertado José del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado y recibió a su esposa.”

San Mateo 1, 24

Nazaret tiene un clima agradable, incluso por las noches. El cielo suele estar despejado y se distinguen bien las estrellas. A José le gustaría muchas noches salir a la calle y permanecer sentado con la espalda pegada a la pared, disfrutando ese momento de paz, como hacen los demás hombres del pueblo. 

Habría días en los que se acercarían otros vecinos para pasar juntos el rato. No resulta difícil imaginarle así, pero con el alma profundamente turbada. Momentos en los que prefirió la soledad. Una soledad que le permitiera pensar, y sobre todo rezar. 

María está esperando un niño. Es algo que cada día se hace más evidente. Lo es para José, como lo ha sido para las mujeres del pueblo, que han sido las primeras en darse cuenta.

No es posible. Si se lo dijeran de cualquier otra mujer, costaría creerlo. De María es imposible.

Los pensamientos van y vienen, atropellados, como un sin fin de imágenes que no pueden parar, y el desasosiego del corazón hace sentir una amargura como ningún hombre podría conocer.

José no comprende. No comprende como ella no dice nada. Cada día, cuesta verla pasar con ese paso elegante. Verla reír cuando juega con los niños, recogida, atenta, cariñosa…  Las veces que han coincidido, sigue hablando y sonriendo con la misma sencillez de siempre, esa que desde el primer momento le conquistó.

Todo se confunde. La normalidad de María, que el día sea día,  y la noche sea noche. José sabe que ella pondera cada pequeño detalle en su corazón. Que su alma es una inmensa caja de resonancia.

La noche es hermosa. Es luna llena y la claridad de su resplandor recuerda tanto a ella. José sigue sin comprender. Ha sido ella la que le había dicho que sí quería ser su esposa, y permanecer junto a él toda su vida, porque él había sabido comprender el ofrecimiento que había hecho a Dios. Lo había comprendido y lo había hecho tuyo. Había descubierto la hermosura de una vocación de entrega a Dios y a ella. Nadie, ni siquiera los Ángeles, podrían comprender la felicidad que José sintió el día que dijo que sí.

Podría rememorar cada segundo, cada palabra de aquella conversación, y un dolor intenso, profundo, sacude toda su alma, como quien siente que el corazón se va perdiendo en cada latido. Tanto es el dolor que hasta le duele su propia respiración, y sus ojos solo alcanzan a mirar al cielo e invocar a Dios.

Conoce bien la Ley judía y el castigo para el adulterio. La conoce y la ha cuidado desde niño. Es la Ley del pueblo judío, donde la Ley lo es todo. Sabe lo que manda… y muchas veces habría explicado a los demás, que, aunque cueste entender a Dios, deben esforzarse en cumplir su Ley porque eso le agrada. 

Lo sabe, pero aquí no cabe. Es como un rompecabezas donde ninguna pieza encaja. María hace saltar las Leyes. María es especial, porque reúne en su sencillez la grandeza de las formas más puras, y ante ella, las normas, los preceptos, no valen.

Desde hace días apenas duerme. Le cuesta comer, aunque sea un bocado, y ni siquiera su trabajo, que en otros momentos le ha distraído, hoy encuentra su sentido. En el taller, las herramientas parece que no sirven.

José está abatido. No es el cansancio de un esfuerzo intenso y puntual. No es la angustia o la ansiedad que provoca un problema serio, que durante un tiempo tensa todo el cuerpo. Es mucho más. Es el desgaste profundo de quien viene resistiendo sin poder evitar que se produzca algo. Falta el ánimo. Por más vueltas que le da al problema, no hay nuevas luces.

Siente, entonces, una cierta nostalgia, una melancolía que aturde el alma al sentir que ya no quedan fuerzas. Parece como si nada le puede consolar, cansado y agotado por un esfuerzo que por momentos se presenta inútil. Ningún hombre en la tierra puede acercarse a imaginar lo que José vivió y sitió en esos momentos.

Es tanta su angustia que no es capaz de pensar. Algunos vecinos entran en el taller para verle. Lo hacen con cualquier disculpa del trabajo, pero en realidad tan solo quieren estar con él, ayudarle de la forma que sea. Son gente buena que nunca le han visto así, y no saben que hacer ni que decir para que José vuelva a ser José.

No puede. No puede hacerlo. La idea ha ido tomando forma en sus ratos de aturdimiento.  Está dispuesto a todo menos a que le ocurra algo a María, y solo ve una decisión. Cargará con su culpa, hará ver a todo el pueblo, que lo que está ocurriendo en María es por su causa, y nadie ya la molestará.

María, María… pronunciando su nombre se han entornado sus ojos llenos de cansancio. Lleva tanto tiempo sin dormir que apenas puede mantenerte. El viento sopla suave y por primera vez en mucho tiempo, siente un cierto bienestar.  Haber tomado una decisión, pese a ser tan dolorosa, le ha dado un poco de tranquilidad. Apoyada la espalda sobre la pared continúa disfrutando de esos instantes de la media noche. Los parpados vuelven a vencerse una vez y otra, pero le agrada abrirlos y sentir el placer de ver las estrellas, allá en los cielos.

Ya no sabe distinguir si duerme o vela, como tampoco sabe distinguir lo que ha pasado exactamente. La presencia del ángel ha sido tan suave, tan leve, pero a la vez tan real como su mensaje. Ha sido corto, directo. Habría querido moverse, ponerse de rodillas como lo han hecho sus antepasados ante la presencia de algo sagrado. Pero no ha podido. Ha sido todo tan rápido y estaba tan cansado. No se pueden decir más cosas en manos palabras. El ángel lo ha dicho todo. Le ha llamado “hijo de David” una alusión clara a su descendencia. Sabe todo por lo que está pasando y le ha dicho “no temas”.  Que María es su esposa” y que todo es “obra del Espíritu Santo”. Lo ha contado todo para al final decirle que él debe poner el nombre de “Jesús”, un derecho que reconoce la paternidad en su pueblo como ninguna otra cosa.

Ahora sus ojos han vuelto a estar bien abiertos, y las estrellas parece que brillan con una luz nueva. Su corazón late acelerado mientras siente en su alma una paz profunda. Siente que las fuerzas le han vuelto, y que, en sus ojos, todo es realidad. Querría gritar, saltar de alegría, despertar a voces a todos los habitantes de Nazaret para contarles lo que ha pasado.

Ya solo piensa, avergonzado, que no es más que un pobre carpintero del último pueblo de Israel… que se ha permitido dudar de María… 

Lo entiende todo, repite una y otra vez. Ahora entiende que los ojos de María son siempre iguales, como un hermoso libro donde solo se pueden leer cosas bellas. Ella no cambia, como no cambia Dios. 

Ha entrado en casa sintiendo que las piernas no tienen que hacer esfuerzo para andar. Se ha postrado ante Dios y ha llorado inmensamente, pero de alegría al pensar como Dios hace las cosas, y se siente el último y diminuto punto de una historia que le sobrepasa. 

María, María… no puede esbozar otro pensamiento que no sea el de ella. Contar las horas, los minutos que faltan para que amanezca y poder verla, contarle… ponerse a sus pies, y pedir perdón por haber dudado.

El sol ha ido despuntando por la zona más oriental de pueblo. Se escuchan las voces de las mujeres que en alegre charla van a lavar al río. Precipitado ha salido del taller y la ha visto. Ella le ha mirado, como lo hace siempre, y su mirada le hace comprender que ella lo sabe, que le ha bastado mirarle para saber que todo está en su sitio. 

Avanza con el resto de las mujeres como lo hizo ayer, como lo hace todos los días, pero al pasar a su lado le ha sonreído mientras le saludaba, y su voz ha sido como una sacudida que le ha hecho retumbar el alma.

El resto de las mujeres también le han visto y saludado contentas de ver en sus ojos el brillo de siempre, mientras en su interior han sentido que ha vuelto José. De reojillo han mirado a María complacidas de ser testigos de un amor tan hermoso.

José solo tienes ojos para ella mientras embobado permanece parado en la puerta de la casa. Habría querido ponerse de rodillas, besar sus pies, llorar de emoción… pero no ha hecho nada. Sabe que a ella eso no le habría gustado, y José ya solo aspiras a hacer lo que le agrade a ella.

Ha vuelto a entrar en el taller a coger las herramientas que le estaban esperando, mientras su corazón no para de repetir que son las locuras de un Dios que nos quiere tanto.

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