José es el padre de Jesús para todo su pueblo. En realidad, solo él y María saben del misterio que se está obrando en ellos.
Entre los judíos, el padre lo es todo. A el corresponden todos los derechos, y es el único responsable de los bienes, y las decisiones que se tomen en la casa. Su palabra en su familia es la ley, y todos deben someterse a ella.
María, su esposa, no tiene derecho a nada, no debe intervenir en sus juicios y decisiones. No hay culto en la sinagoga sino hay al menos diez varones, y no importa el número de mujeres y niños, cuando se hace un recuento. Simplemente no cuentan. No pueden servir las comidas de los varones, y su testimonio no es válido en los juicios. Ni tan siquiera pueden saludar por la calle a un hombre.
Igual ocurre con los niños, incluso con los varones, que tan solo comenzaran a contar en la adolescencia. Un niño es tan solo una propiedad del padre, que podía obrar con él a su antojo.
Sabe que esa es la ley y la respeta. Dios ha querido que sea el padre y señor de su casa, pero José solo aspira a que ellos sean el señor y dueños de su corazón.
Padre de Jesús. En José “se reflejó más plenamente que en todos los padres terrenos la paternidad de Dios mismo”[1]. Sabe que Dios quiere que haga sus veces en la tierra, y siente que esta realidad le sobrepasa, como nos desborda a todos cuando comenzamos a serlo.
Pocas cosas impactan tanto en la vida de un hombre como la llegada de un hijo, y sentir la responsabilidad de que la vida de ese pequeño, depende única y exclusivamente de nosotros.
El filósofo Piepper decía que el verdadero héroe de nuestro tiempo es el padre de familia. Posiblemente de todos los tiempos,
Sin duda serlo es la tarea más grande y apasionante que nos ofrece la vida. Una tarea para la que sentimos que nadie nos ha preparado, que la aprendemos al tiempo que nuestros hijos crecen. Y eso es lo que hace que la paternidad provoque en nosotros la dimensión más auténtica de nuestra vida. Ahí no caben teorías: sencillamente la paternidad nos obliga a ser el mejor de los posibles, pues ellos aprenden de lo que somos y no de lo que decimos.
Ser padre no es dar recetas o recomendaciones, ni un conjunto de técnicas o métodos más o menos acertados. Nuestros hijos aprenden y beben de lo que ven, de lo que sienten, de lo que van descubriendo en nosotros. No creen en las grandes argumentaciones que les pueden convencer durante un momento, ni en las grandes charlas donde, como hombres experimentados, les vamos desgranando los misterios de la vida.
Ellos aprenden más de nuestros silencios que de nuestras palabras. Aprenden de vernos levantarnos pronto, aunque nos duelan todos los huesos, de trabajar duro, de estar disponibles siempre para que ellos nos puedan contar lo que quieran en ese preciso momento. Leen como nadie, cuando hacemos esfuerzos para poner buena cara en casa, aunque estemos pasando por un problema. Entienden y admiran nuestro silencio ante una humillación, que a lo mejor ha causado nuestra familia política. Valoran nuestra generosidad para darles todo, sin reservas. Se sorprenden de que las primeras cosas, tal vez hasta las necesarias, sean para que a ellos no les falte de nada.
Pero si hay un lugar donde nuestros hijos aprender es mirando la relación de sus padres. Esa es su escuela más importante. La forma en que uno y otro saben tratarse, perdonarse, comprenderse. Ellos saben muy bien como es el carácter de uno y de otro, y como saltarían de modo natural sino hicieran ese esfuerzo. Ellos saben de nuestra forma de ponernos de acuerdo, y soportar un golpe que caería sobre ellos. Aprenden a amar en el amor que nos tenemos el uno por el otro, y esa es su referencia.
Sólo el amor sabe educar, porque es el único motor capaz de dar a nuestros hijos lo mejor de nosotros mismos y aún más. Sólo quien ama es capaz de darlo todo, sobre todo lo que más nos cuesta: nuestro tiempo, el tesoro más valioso del hombre de hoy. Sólo quien ama, escucha siempre, perdona siempre, espera siempre, disculpa siempre.
Por eso José es modelo de paternidad. José es el hombre del silencio, donde Jesús aprendió tantas cosas. El hombre trabajador, firme, cuidadoso en los detalles pequeños, que no se reserva nada (todo es para María y para Jesús) el compañero y amigo de sus amigos, el hombre que sabe rezar antes de comenzar cada actividad.
Pero si en algo José ha sido modelo de paternidad, ha sido en el exquisito trato que tenía con su esposa. De ella lo ha aprendido todo. El, que ha amado a Dios desde niño, desde que conoció a María, descubrió que nadie en el mundo sabe rezar como ella. María “pondera las cosas en su corazón” porque su alma es como una enorme caja de resonancia donde solo habita la gracia. Su voz, su andar sencillo y elegante, su mirada limpia como el agua, es para José una constante escuela de cómo un hombre o una mujer puede amar a Dios sobre todas las cosas.
En ella, las palabras cobran vida y siente que su aliento es como una flecha que se dispara a un cielo azul como sus ojos. Sobrecoge verla recogida en oración, en un vivir sin vivir como ninguna otra criatura. Es entonces, cuando ya sólo sabe repetir: señor, lo que ella te diga, lo que ella quiera.
Luego vuelve los ojos hacia el Niño que descansa en su cuna dormido. No es capaz de decir nada. Ensimismado le mira una y otra vez, pensando que no es posible la gracia que le ha sido concedida.
Padre de Jesús, del hijo de Dios hecho hombre. Esposo de María, la madre de Dios, “la que llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho en ella maravillas”.
José lo aprende todo de ella. Le gusta escuchar a María, y le enamora el respeto y cariño que pone en cada cosa que le cuenta o pregunta. La mira, y al hacerlo vuelca en ella todo el cariño que un hombre puede poner en una mujer. Sorprenden sus detalles de delicadeza cuando reserva para El, el mejor trozo de comida, cuando ordena su estera cada mañana, cuando sirve el agua, cuando limpia su ropa. María sabe servir, piensa, mientras procura coger el cántaro que ha traído desde el pozo…
Y Jesús lo ve y lo oye todo.
[1] San Juan Pablo II, Homilía al pueblo de Terni, 19-3-1981