Cuando alguien se aproxima a la figura de San José se lleva la sorpresa de que es posiblemente de los Santos de los que menos se ha escrito.Proporcionalmente, se han hecho estudios y biografías sobre otros santos, más extensas que cualquiera que se ha escrito sobre San José.
De hecho, prácticamente hay que esperar casi hasta Teresa de Ávila para que alguien nos anime a tomarnos en serio ponernos bajo su protección. De la propia Santa Teresa se han escrito varias y muy buenas biografías como se han escrito libros sobre San Pedro o San Pablo, San Agustín, el Santo Cura de Ars, San Juan Pablo II o San Josemaría Escriba de Balaguer.
Cuesta encontrar referencias en los textos de los Santos que hablen de José (y eso que Google lo encuentra todo) y hay que esperar a 1476 (siglo XV) para que Sixto IV instituya una fiesta litúrgica específicamente dedicada a él, que Inocencio VIII (1486) eleva a mayor categoría. Gregorio XV, en 1621 (casi un siglo después) la declara obligatoria para todo el orbe cristiano.
Ya en el siglo XIX, el Concilio Vaticano I plantea su proclamación como “primero y principal patrono de la Iglesia universal” que Pio IX reconoce finalmente el 8 de diciembre de 1871.
Todas las oraciones tienen por fin último a nuestro Señor. Son incontables las oraciones a nuestra madre la Virgen, y desde niños hemos aprendido a dirigirnos a nuestro ángel de la guarda. Hay oraciones de petición de casi todo, y a casi todos los santos, pero si preguntamos a las personas que tenemos cerca, aunque sean personas de gran vida interior, son muy pocos los que podrían recitarnos una oración a San José.
Los evangelios le dedican apenas unas frases, y no se recoge una sola palabra suya. San Pedro, San Juan o la mayoría de los apóstoles tienen su momento de gloria, y la Sagrada Tradición aporta más o menos poco, por no decir nada.
Es como si este glorioso santo se hubiera empeñado en borrar cualquier señal de su paso por la tierra. No conservamos nada suyo y por no saber, no sabemos ni como murió, cuando lo sabemos de Pedro, Pablo, Santiago, Teresa, Agustín o Ignacio.
Tal vez por eso, es un Santo que se presenta como especialmente atrayente para quienes sienten que su vida no tiene nada de extraordinario.
Nos gusta su silencio, su vida de trabajo fuerte, con sus manos, su exquisita delicadeza de esposo, su vida limpia, su ejemplo virtuoso de padre, de amigo, de hombre que supo amar a Dios y a su Madre más que ninguna otra criatura.
San José no hizo grandes proezas por cambiar su tiempo, como nos ocurre a la mayoría de los mortales. No hizo milagros (sí los Apóstoles), ni se le conoce una sola palabra o consejo.
Tan solo sabemos que, gracias a su correspondencia, a su decidido sí a las cosas de Dios, a su entrega y a su discreción, el mundo ha sido salvado, y todos los hombres hemos vuelto ser hijos de Dios.
José de Nazaret ha sido el más grande de todos, porque fue el ser humano al que se encomendó la misión más egregia de cuantas la humanidad ha podido imaginar, y supo responder y acometer esa tarea de forma formidable, tal y como Dios quería que fuera.
Dicen que los clásicos son clásicos, pues representan las grandes pasiones de todo hombre y como han sabido resolverlas. José, como hombre sufrió, río, se angustió y disfrutó, luchó y calló. Vivió todas las grandes tribulaciones que un ser humano puede vivir, y las superó. Por grandes que sean las encrucijadas que el pensamiento humano pueda proponer a lo largo de la historia, ninguna de ellas pasa de ser una cuestión humana que todos de alguna manera hemos tenido que vivir, sufrir, y siempre, superar.
José de Nazaret fue un hombre concreto que las vivió y las superó todas. Y por eso, hoy, la Iglesia humildemente le reconoce como su Patrono universal (León XIII, Encíclica Quamqyuam plures, 1899), y la Madre de Dios le llama Esposo, y Dios mismo le corona como intercesor permanente de todos nosotros en su presencia.
Modelo para los que son padres de familia que saben lo que supone sacarla adelante, modelo para los que ejercen tareas de gobierno, para los que sufren, y para los que tienen que obrar, aunque no entiendan, aunque no vean nada claro y solo pueden confiar.
No se puede encontrar al Señor y a su Madre, sin encontrarse con el Santo Patriarca, con el jefe de la Familia de Nazaret.
Nos cuesta imaginarle de carne y hueso. Cuesta pensar en él tan solo como un hombre que se ensucia con el polvo del camino, que come, duerme y sonríe con la conversación del amigo. Que reza y trabaja. Que tiene su corazón en el cielo, pero sus pies cansados de andar por los montes y riscos de Nazaret.
Son tantas las veces que le hemos imaginado en el cielo, que nos cuesta pensar que ha estado en la tierra. Confiamos tanto en su poder, en su protección amabilísima, que nos cuesta pensar en sus luchas y fatigas, en sus cansancios y desvelos. Le vemos, en fin, tan divino, que nos hemos olvidado que fue, como cada uno de nosotros, ciertamente humano. Y nos consuela tanto verle así.
Durante generaciones le recordaremos en el portal de Belén, la noche mágica de la historia, como un cuento de algodón lleno de personajes de dulzura. Es tanta nuestra ansia de divinidad, que hemos terminado por creer que, en realidad, aquello casi no ocurrió, que es una hermosa historia en un mundo ideal que tanto gusta imaginar.
Es tal la locura de Dios que cuesta pensar que pueda ser cierta. Es tal el esfuerzo que hemos hecho por pensar que Cristo es Dios mismo, que nos cuesta aceptar que fuera tan hombre como podemos serlo nosotros. Y en nuestra imaginación, hemos preferido adornarle solo con lo que tiene de divinidad, olvidando a veces, la grandeza de su humanidad.
Cada uno de los sucesores de Pedro, cada uno de los Papas que han hecho cabeza en la Iglesia, se han esforzado en hacernos entender, que Dios no es una idea, ni un concepto, y menos aún un tratado de moral. Que nuestra fe no es más que un encuentro con una persona, con un Dios que se ha hecho hombre, uno de nosotros, para salvarnos a todos.
Nadie como María y José han vivido y sentido tanto esa realidad. Por eso, María y José son, por derecho propio, el modelo para toda la humanidad.
“Padre y Señor lo he llamado yo, desde hace tantos años. Y así le llamareis vosotros en el mundo entero” decía un gran San Josemaría.
Nuestra vida no es más que un empeño por imitar a Jesús y a María como él les imitó, amarlos como él los amo, decir sus nombres dulcísimos como el los repetía cada día, cada segundo de su existencia, y descansar al fin muy cerca de ellos.