Aparecido, pues, el ángel, habla no con María, sino con José, y le dice: Levántate y toma al niño y a su madre. Aquí ya no le dice: «Toma a tu mujer». Había tenido lugar el parto, se había disipado la sospecha, José estaba asegurado en su fe; el ángel, por ende, puede hablar ya con libertad, y no llama suyos ni a la mujer ni al niño. Toma—le dice— al niño y a su madre y huye a Egipto. Y ahora la causa de la huida: Porque Herodes —le dice— ha de atentar a la vida del niño.
Al oír esto, José no se escandalizó ni dijo: Esto parece un enigma. Tú mismo me decías no ha mucho que Él salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje y largo desplazamiento. Esto es contrario a tu promesa. Pero nada de esto dice, porque José es un varón fiel. Tampoco pregunta por el tiempo de la vuelta, a pesar de que el ángel lo había dejado indeterminado, pues le había dicho: Y estáte allí hasta que yo te diga. Sin embargo, no por eso se entorpece, sino que obedece y cree y soporta todas las pruebas alegremente. Bien es verdad que Dios, amador de los hombres, mezclaba trabajos y dulzuras, estilo que Él sigue con todos los santos. Ni los peligros ni los consuelos nos los da continuos, sino que de unos y otros va Él entretejiendo la vida de los justos. Tal hizo con José. Si no, mirad. Vio preñada a la Virgen, y esto le llenó de turbación y angustia suma, pues pudo sospechar que su esposa hubiera cometido un adulterio; pero inmediatamente se presentó el ángel, que le disipó la sospecha y quitó todo temor. Ve al niño recién nacido, y ello le procura la más grande alegría; pero bien pronto a esta alegría le sucede un peligro no pequeño: la ciudad se alborota, el rey se enfurece y busca matar al recién nacido. A este alboroto síguele pronto otra alegría: la aparición de la estrella y la adoración de los magos. Tras este placer, otra vez el miedo y el peligro: Porque busca —le dice el ángel— Herodes el alma o vida del niño. Y nuevamente el ángel da orden de huir y cambiar de sitio a lo humano, pues no era aún tiempo de hacer maravillas. Si el Señor hubiera empezado a hacer milagros desde su primera edad, no se le hubiera tenido por hombre. De ahí que tampoco se construye de golpe el templo de su cuerpo, sino que primero viene la concepción, luego la gestación por nueve meses, luego el parto, luego la leche de los pechos, el silencio por todo aquel tiempo; en fin, el Señor espera la edad conveniente de varón a fin de que por todos estos medios sea fácilmente aceptado el misterio de la encarnación”.