Por estas razones fue desposada María con José, o, como dice el evangelista, con un varón cuyo nombre era José. Varón le llama no porque fuese marido, sino por ser hombre de virtud. O mejor, porque según otro evangelista fue llamado no varón simplemente, sino varón de María, con razón se le llama como fue necesario reputarle. Debió, pues, llamarse varón suyo, porque fue necesario reputarle tal; así como también mereció no ser con verdad, sino llamarse Padre de Dios; por donde se pensó que lo era, diciendo este mismo evangelista: Tenía Jesús, al comenzar su ministerio, como treinta años, y era reputado hijo de José. Ni fue, pues, varón de la Madre ni padre del Hijo, aunque, como se ha dicho, por una necesaria razón de obrar y permisión en Dios, fue llamado y tenido algún tiempo por lo uno y por lo otro. […]
Aquél, guardando lealtad a su señor, no quiso consentir al mal intento de su ama; éste, reconociendo virgen a su señora, Madre de su Señor, la guardó fidelísimamente, conservándose él mismo en toda castidad. A aquél le fue dada la inteligencia de los misterios de los sueños; éste mereció ser sabedor y participante de los misterios celestiales. Aquél reservó el trigo no para sí, sino para el pueblo; éste recibió el Pan vivo del cielo, no para sí, sino para todo el mundo. Porque, sin duda, este José con quien se desposó la Madre del Salvador, fue hombre bueno y fiel. Siervo fiel y prudente, repito, a quien constituyó Dios consuelo de su Madre, nutricio de su carne, finalmente, a él solo en la tierna, coadjutor fidelísimo del gran consejo.
Allégase a esto el referirse también que era de la casa de David. Verdaderamente de la casa de David. Verdaderamente de regia estirpe desciende este José; noble en linaje y más noble en el ánimo. Verdaderamente hijo de David, pues no degenera de David, su padre. Sí, repito, hijo de David, no sólo por la carne, sino por la fe, por la santidad, por la devoción; a quien halló Dios, como a otro David, según su corazón, para encomendarle con seguridad el secretísimo y sacratísimo arcano de su corazón; a quien, como a otro David, manifestó los secretos y misterios de su sabiduría, dándole a conocer aquel misterio, que ninguno de los príncipes de este mundo conoció; a quien, en fin, se concedió el ver aquel a quien muchos reyes y profetas, queriéndole ver, no le vieron; y queriéndole oír, no le oyeron; no sólo verle y oírle, sino tenerle en sus brazos, llevarle de la mano, abrazarle, besarle, alimentarle y guardarle”.