“En cuanto cumplieron todas las cosas ordenadas por la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba en él”
San Lucas 2, 39-40
Treinta años junto a Dios
Han pasado tantas cosas. Belén, los pastores, los Magos, Egipto, la vuelta, la visita al Templo, Simeón… La vida de José durante los últimos años ha sido un raudal de acontecimientos, algunos de ellos extraordinarios. Era la voluntad de Dios y así la ha vivido.
Ahora, por fin parece que las cosas vuelven a ser normales. Va pasando el tiempo y la vida de José y su familia es tan cotidiana como la de todos los demás.
Dios ha intervenido de forma directísima cuando ha sido necesario, enviando a su ángel en los momentos precisos, para dejar indicada de forma clara su voluntad. Ahora, en cambio, reina el silencio, ese silencio que tanto le gusta, y que le ha permitido estar de forma natural atento y dispuesto a las pequeñas insinuaciones que el Señor hace en su corazón.
La vida de ahora, es tan sencilla, que el evangelista resume casi treinta años en una escueta frase: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba en él”.
Resumir casi una vida (en aquella época la gente no vivía tanto tiempo como en la actual) en una sola frase, es como decir que no hay nada especial que contar, pero es tan bien decir, que lo normal es especial. Levantarse por la mañana, dar los buenos días, rezar, desayunar, trabajar en el taller, en el campo, ordenar la ropa, sacar agua del pozo, reunir a las gallinas, hornear el pan, charlar con los vecinos, bendecir la mesa, acudir a la sinagoga, charlar después de cenar, gastarse una broma, dormir… son las cosas normales de una vida, que la Sagrada familia nos ha querido presentar como maravillosas.
Si esos 30 años de vida cotidiana no hubieran existido, nos quedaría la duda de si Dios quiere que nuestra vida esté llena de cosas excepcionales. La vida del mismo Dios, de su Madre y de José, nos ayuda a darnos cuenta que, lo normal en nuestra historia, es que se nos queme el pollo, que los niños se pongan malos justo cuando vamos a salir, o que despertarse todos los días a las siete siga siendo duro. Años de normalidad que Dios ha bendecido con un ejemplo claro y diáfano.
Desde hace tiempo, nada especial ha vuelto a ocurrir. José a veces ha pensado y lo ha rezado. ¿Es posible que Dios quiera para su Hijo la sencilla vida de un pequeño pueblo escondido que apenas conocen unos pocos?
Recuerda aquel relato de la Biblia que tantas veces has meditado:
“El Señor le dijo: “Sal y quédate de pie en la montaña, delante del Señor” Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto.
Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave.
Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó en pie a la entrada de la gruta”
Y es que allí si estaba Dios.
Meditar este relato da paz, la paz de sentir que la vida sencilla agrada a Dios. A veces ha pensado que tal vez debería tratar de hacer las cosas de otro modo, que debería procurar una mejor educación, tener más medios. Esa es la preocupación de los padres que siempre buscamos dar a nuestros hijos lo más posible, todo si puede ser. Y José es, ahora, el padre de Dios.
Pero no tienes ninguno de esos medios que los ricos y los poderosos pueden ofrecer a sus hijos. Es un sencillo carpintero que procura ganarse la vida con su trabajo, que solo busca lo mejor para su familia, y que procura educar a su hijo lo mejor que sabe. Dios sabía muy bien quien era José, y le escogió precisamente por ser así.
Y está María. A su lado sabe que las cosas del cielo y de la tierra se unen en su corazón. Su normalidad, su sencillez, las cosas cotidianas de cada día, que ella vive con la normalidad de una más, dan paz. Siente que tal vez él podría estar equivocado en algo, pero ella no. Ella es su madre, ella en verdad es la madre de Dios, aunque parezca una simple y joven doncella de un pueblo escondido y pequeño llamado Nazaret.
Parece como si en nuestra época dominaran los hombres de acción. Admiramos esas personas llenas de actividad que parece llegan a todo, y pensamos que la acción es lo que mejor define al hombre de nuestro tiempo. Trabajo, gestiones, más trabajo, vida social, deporte…
Acción que en la mayoría de los casos vemos como contrapuesta a contemplación. Pensamos que debe haber hombres que se dediquen a esa tarea. Es bueno que los haya e incluso los podemos llegar a mirar con cierta envidia. Los imaginamos leyendo un libro grueso junto a un buen fuego, dando un paseo tranquilo por la playa o la montaña.
Dando un paso más, somos capaces de imaginarles rezando, siempre rezando, ensimismados en un pensamiento, que siempre los lleva a Dios, pero tan lejos de los hombres. Nos admiran esas vocaciones que nos siguen sorprendiendo en pleno siglo XXI, en la era de la globalidad, de la tecnología… en la que pueda haber hombres y mujeres, capaces de apartarse de todo para dedicarse de forma exclusiva a la contemplación de Dios.
Acción frente a contemplación, pensamos, convencidos de que este mundo de hoy, pareciera que quisiera consolidar los extremos.
José es por encima de todo un hombre de Dios que “pondera las cosas en el corazón”. “Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo”. José es hombre de fe, contemplativo en medio del mundo “Por eso supo reconocer la voluntad del Señor cuando se le manifiesta inesperada, sorprendentemente”
Solo la contemplación nos permite ver a Dios en las cosas de cada día, porque permite que las cosas resuenen dentro de nosotros, y reconocer así las insinuaciones de Dios. Para poder hacer la voluntad de Dios, hay que poder oírle. Nuestro mundo, tan lleno de ruido, mensajes, no facilita demasiado el poder escuchar.
La contemplación permite ver a un alma en cada persona que tratamos, sea un hijo, nuestra mujer, alguien que nos acaban de presentar, o simplemente aquel que permanece sentado a nuestro lado en el metro. La contemplación nos hace entender que nuestro trabajo, a veces bastante gris, como el de José, es la ocasión de encontrar a Dios, o la que nos hace rezar cuando oímos las noticias o sabemos de alguien que acaba de sufrir. La contemplación hace escuchar, más que hablar.
Pero José nos muestra que esa contemplación es el fundamento de su acción. Fiarse de Dios no quiere decir anular nuestras potencias en la confianza de que Dios resuelva todas las cosas, sino en poner esas potencias al servicio inteligente de Dios: “En las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe, su experiencia humana”
