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Relieve en la Iglesia de San Jorge en el Cairo

Han sido apenas tres meses, pero han sido duros. Egipto es otro país, otra cultura. La gente les miraba como extraños, preguntándose que les ha podido llevar a tener que dejar Israel. Para un judío su tierra es algo muy especial. Saben que, en su caso, ha sido Dios mismo quien escogió el lugar para su pueblo.

Cuesta entender los planes de Dios. Cuesta dejar atrás las raíces, la familia, la casa, y avanzar hacia un país que saben que nos los quiere demasiado. Moisés, guiado por Dios sacó a su pueblo de Egipto, y eso no se olvida.

Las indicaciones del ángel fueron precisas “Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto”. Debe ser ahora, y debe ser a Egipto.

Como dolió despertarles en mitad de la noche. Sabía que María estaba cansada y que el Niño debía comer cada tres horas. Además, sabía que a ella le hubiera gustado preparar las cosas con algo de tiempo, sobre todo las del Niño. Pero el ángel fue preciso. Pronto, ahora.

Dios trata duro a quienes más quiere. Es un Dios misericordioso, puro amor, pero es un Dios exigente. Lo ha oído en cada profeta, en cada uno de esos hombres que a lo largo de la historia Yahvé ha ido escogiendo para que fueran guía y pastores de su pueblo.

El camino fue durísimo, más incluso de lo que en un principio intuyó, preocupado de que María y el Niño se pudieran resentir. Pero no, ellos están ahí, tranquilos siguiendo la estela que hacen sus pisadas cuando entran por entre las primeras casas de Egipto. 

Allí viven aún algunos de los suyos. Son gente que, como ellos, tuvieron que huir un día de la tiranía de Herodes, ante el temor de ser aniquilados. Preguntan a las primeras personas que se han encontrado, pero no entienden nada de lo que dicen. Por gestos intentan explicarles, pero ellos tampoco entienden. Siguen caminando. 

En un puesto que hay entre dos calles han comprado un poco de fruta y han pedido agua. María ha bebido primero. Sabe que al Niño no le pasa nada. Aún está mamando, y eso le protege de todo. Por fin ha bebido José. Sentir el agua fresca en la boca le ha reconfortado, y bendice a Dios que calma una sed que durante las últimas jornadas se ha hecho casi insoportable. Y es que apenas ha bebido esos días. Cada vez que parecía que lo hacía, en realidad no ha probado pensado que de ese modo quedaría más agua para María. Ella lo sabe, siempre lo sabe, y le ha dejado hacer ese sacrificio. Es su José, el bendito padre de su hijo, el hombre al que más ha amado de cuantos hay en la tierra. El varón fuerte que cuida de ella.

Por fin han visto un grupo de personas que hablan en un pequeño corro, donde algunos de ellos van vestidos con ropa propia de su tierra. Un judío es judío, aunque esté fuera de su patria. No teme que se sepa. Al contrario, es la señal de que pertenece a un pueblo al que ansía volver.

Se han acercado sintiendo que, al verlos, ellos también les han reconocido como judíos. El resto ha sido lo esperado. Pronto les han conducido a su casa, donde algunas mujeres se han apresurado a cuidar de María, mientras los hombres han pedido que José, que les cueste como han podido atravesar solos el desierto, y sobre todo noticias de su tierra.

José ha contado algunas cosas, pocas, mientras con alivio ve que María está al fin atendida, y que no les faltará nada. Bendice a Dios que cuida de ellos, y bendice a su bendito pueblo, donde la hospitalidad es más que una norma de cortesía.

El resto de la jornada ha sido tranquila. El Niño duerme, sin duda agotado por el camino, mientras María ayuda a las demás mujeres, que se han apresurado en acondicionar un cobertizo pegado a una de las casas, que sirva de momento como vivienda.

José se ha acercado en varios momentos para verla. Tan solo quiere saber que están bien, que no necesitan nada. Y la mirada de María le hace entender que todo está en su sitio. Cuesta comprender la capacidad que tiene para sentirse tan contenta con lo poco que tiene.

Algunos hombres han preguntado por su oficio, y se les ha iluminado la cara cuando se han enterado de que es carpintero. 

– Por fin, han exclamado. Cada vez que necesitamos a uno, tenemos que acudir a los egipcios que son carísimos. Casi todos están dedicados a la construcción de los monumentos y templos que encargan los faraones.

Siente su alegría, mientras agradece a Dios que desde el primer momento le permita ejercer el oficio que dé de comer a su familia.

Del Dios verdadero. Si ellos supieran. Si supieran que son único país de mundo que Dios visitará, además de su propia tierra.  Y ahora esa tierra es que pisa el mismísimo creador del universo.

A poca distancia, apenas media jornada, algunos de los mejores arquitectos del mundo han construido los monumentos más increíbles que jamás ha visto el hombre. Pirámides majestuosas en honor de unos hombres que ansían, así, llegar al cielo, servir a unos dioses terribles, exigentes y crueles. Toda una civilización que ansía servir a Dios, a un Dios que solo cuida de unos pocos, de aquellos que tienen los suficientes recursos para poder comprar el más allá.

Son una civilización rica y poderosa. Tal vez de las más desarrolladas. Ellos, los primeros que iniciaron la escritura, la contabilidad, el cálculo, la geometría… Estudios extraordinarios que les han permitido desarrollar construcciones increíbles. Unas construcciones que no tienen otro cometido que honrar a los Dioses, a unos Dioses imaginados, pensados por unos, por otros…

Ellos no lo saben. No lo sabe nadie. El Dios de dioses, el Señor de Señores, el Dios de los hombres, sean simples campesinos, o ricos faraones, el Dios de sabios y genios, el Rey de los ejércitos, el Alfa y Omega,  duerme ahora en un sencillo cobertizo de una barriada de Egipto.

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