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Y sucedió que, por aquellos días, se promulgó un edicto de César Augusto para que se empadronase todo el mundo. Este primer censo fue hecho siendo Quirino gobernador de Siria. Y todos fueron a inscribirse, cada uno en su ciudad. José subió también desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta.

San Lucas 2, 1-6

“…porque no había lugar para ellos en la posada.”

San Lucas 2, 7

Y sucedió que estando allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales, y lo reclinó en un pesebre

San Lucas 2-7

Por aquellos contornos había unos pastores que pernoctaban al raso y velaban por sus rebaños. Un ángel del Señor se les apareció y la gloria del Señor los rodeó de luz, y ellos se llenaron de un gran temor.

El ángel les dijo: “No temáis; mirad que os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David. Y esto os servirá de señal: encontrareis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre”. Al instante apareció junto al ángel una multitud del ejército celestial que alaba a Dios diciendo:

“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.

Cuando los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vayamos a Belén y comprobemos este mensaje que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado”.

Fueron presurosos y encontraron a María, a José y al niño reclinado en el pesebre.

Al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca de este niño. Todos los que lo oyeron se admiraron de lo que les decían los pastores.

María, por su parte, conservaba todas estas palabras meditándolas en su corazón. Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho. 

San Lucas 2, 8-20

Belén

Lo escucharía entre la gente del pueblo, aunque en un primer momento pensara que sólo serían habladurías, como ha ocurrido con otras noticias.

Algunos ancianos lo han confirmado: la orden está firmada por Sulpicio Quiringo, gobernador de la provincia romana de Siria, que se la ha entregado a Herodes para que, sin dilación, proceda a ejecutarla. Proviene directamente del emperador Augusto, y afecta a todos los reinos sometidos a Roma. Cada cabeza de familia debe inscribirse en el lugar de donde procede su linaje.

Durante unos momentos, aliviado, pensaría que eso no afecta a María, pero pronto se dará cuenta de que sí, por ser hija única, y por tanto tener el deber de inscribirse.

María está ya muy avanzada. El camino es largo, más de tres días, y esta época del año, diciembre, es lluviosa.

Preocupado pensaría cómo contárselo a María a la que ha encontrado preparando las cosas. Ella también lo ha oído. Las mujeres en el pueblo se comunican mucho más rápido que los hombres. Está doblando cuidadosamente algunas prendas, y José no ha podido evitar la emoción. Durante semanas la ha visto tejer con delicadeza las pequeñas prendas que serán su abrigo. Verlas, así colocadas, le ha hecho pensar que las cosas son más reales que sus pensamientos.

María ha sugerido que sería bueno ir preparando la cabalgadura. En realidad, no es más que un pequeño borriquillo, el mismo que la llevó en su visita a Isabel, que les ayuda en las tareas más rudas del día a día. Sorprende la capacidad de María para la acción. José lleva horas sopesando un viaje que ella ya ha iniciado. 

Sobre el borriquillo, que ajeno come paja en el corral, han colocado unas mantas que amortigüen los rigores del camino. Unas alforjas con algunos alimentos y algo de ropa. Preocupa sobre todo la lluvia. Si cae durante el camino, María corre el riesgo de empaparse y sufrir la rudeza del viento que, en esa época del año, sopla de día y de noche. Hay que llevar una manta para protegerla. 

José conoce la ruta. Pasa junto a Jerusalén, y en estos días estará abarrotada de caravanas de un lado para otro, pues todos deben cumplir el edicto.

Belén. En verdad su linaje proviene de allí, pero eso fue hace mucho tiempo. En realidad, ahora es muy poca la gente a la que conoce, y a la que se pueda acudir pidiendo ayuda si llegara el momento. Si al menos diera tiempo de ir y volver, en el pueblo hay buenas mujeres que ayudarían a María… 

Durante la primera parte del camino el tiempo ha sido suave, pero la lluvia se ha desatado de repente. María se ha protegido con la manta y el borriquillo ha acelerado el paso, como intuyendo la preocupación. 

El sol ha salido justo cuando desde la lontananza han visto Belén. Las huertas y rebaños, junto al camino, les anuncian lo cerca que están. Cae la tarde.

Algunos ancianos han dado a José las referencias de la posada, e incluso de algunas casas donde tal vez les pudieran acoger, aunque los primeros pasos les hacen entender que será más difícil de lo que habían previsto.

José no conoce bien Belén, y menos en estos días, cuya población se ha triplicado, y albergues y posadas tienen mucha más gente de la que pueden atender. Además, le basta asomarse, para entender que María ahí no puede estar.

Han acudido a algunas de las direcciones que les han dado, confiando en que su pueblo es un pueblo hospitalario. Además, lleva algo de dinero. No es mucho pero suficiente para facilitar las cosas. Seguro que al final, todo sale mejor de lo que presiente en su inquietud, aunque resulta imposible evitar pensar que tendría que haberlo previsto antes. María confía ciegamente en las decisiones de José, y eso es una responsabilidad que él sabe bien.

La gente, bienintencionada, se han disculpado explicando que esos días se han visto desbordados por familiares llegados de todas partes. En cualquier otro momento, con gusto les habrían recibido.

José ha evitado que María bajara del borriquillo para que no se canse y, sobre todo, para que no vea la respuesta que van encontrando en cada casa. La noche se va cerrando. La multitud, en las calles, corre presurosa a refugiarse. Pronto el frío será más severo, y todos están cansados del camino. 

Cuesta entender lo que está pasando. El mayor sufrimiento para un padre es no tener con qué mantener a un hijo, no ser capaz de ofrecer lo mínimo para que los suyos estén bien.

María dará a luz de forma inminente. El viaje ha sido duro, y calla recogida. La noche se ha echado encima por completo. José sufre consciente de la responsabilidad que han puesto en sus manos. Intuye que quedan apenas horas, tal vez minutos para el momento más crucial en la historia.  El mundo, las estrellas, el aire que respiramos… tienen sentido porque Él los va a respirar, y sin embargo no hay un hueco en Belén donde pueda nacer.

La humanidad va a empezar a contar la historia como sucesos que han ocurrido antes y después de este momento. Su narración será el relato más veces contado y escrito en cuantas lenguas se conocen. No existe una cultura, un dialecto, ni forma humana de comunicación que no haya expresado, de cuantas formas se puedan imaginar, los hechos que ocurrieron esa noche. Cada año, cada día, historiadores, científicos, pensadores publican miles de libros procurando analizar cada una de las palabras a partir de ese momento.

Por ese instante, en los rincones más diversos de la tierra, cientos, miles de personas deciden dejarlo todo, y dedicar su vida, la única que tienen, a luchar porque su forma de actuar, de vivir, tenga coherencia con lo que allí sucedió.

Millones de almas a lo largo de este tiempo, también hoy, sienten que su vida, sus pasiones, sus sufrimientos, sus angustias y sus alegrías… tienen sentido, por lo que ocurrió en aquel instante.

Y el universo entero, con sus estrellas, sus galaxias, sus planetas y sus infinitos espacios, siente que tienen una razón de ser, un único y fabuloso sentido: ser cobijo a los hechos que ocurrieron en ese pequeño lugar de la tierra.

Pero no hay lugar para que el mismo Dios pueda nacer.

José es de la estirpe de David, pero es al tiempo un hombre pobre. No es una casualidad ni una circunstancia más. Dios ha querido que la venida a la tierra de su hijo sea en una familia pobre, cuyo cabeza de familia es carpintero. La pobreza forma parte de los planes de Dios y forma parte del sello de su vida. 

Alguien ha hablado de una pequeña gruta en una zona despoblada en la parte más oriental de la ciudad. Se usa para resguardar el ganado, pero la paja estará seca, y no habrá gente.

La descripción coincide bastante con la realidad. Se trata de una gruta excavada en la pared donde permanecen algunos animales. José ha limpiado y organizado el rincón que le parecía más digno, y un fresco olor a heno se extiende por todo el establo.

El momento ha llegado en el lugar más pobre y despreciado de la tierra, y solo la mirada de María da algo de paz a un José al que duele poder ofrecer tan poco.

Ella descansa tranquila sobre las mantas y el resto del equipaje, que José ha colocado en el suelo de forma que pueda estar cómoda. María sonríe. Es su forma de agradecer a José su desvelo y preocupación, al tiempo que le ha sugerido que salga fuera, para que la brisa de la noche le dé algo de paz.

José ha obedecido.  Fuera es luna llena y la silueta del campo se dibuja nítida y clara. Una suave brisa le hace espabilar y mirar al cielo. Hay tanta quietud. Se podrían contar, una a una, cada estrella, cuyo esplendor es claro como una luz. El viento se ha calmado dando paso a una brisa agradable. Apenas se escucha otro ruido que no sea el mecer de las ramas en los árboles. A su alrededor todo es quietud. Como si la creación entera, parase el tiempo, expectante, ante la llegada de su Señor. 

La voz de María se ha escuchado dichosa. José se ha puesto de rodillas para mirarle. Es el primer hombre sobre la tierra que mira a Dios cara a cara, y con gesto sencillo ha pedido a María poder estrecharlo entre sus brazos. Los ojos de todo hombre están hechos para ese preciso instante, en el que se encontrarán, cara a cara, con el rostro de Dios. El cielo ha llegado a la tierra y ahora permanece entre sus brazos.

Siglos más tarde, la fe del pueblo construirá la Iglesia del nacimiento, cuya puerta de acceso a la estancia principal es tan pequeña, que todos, Reyes, Papas, Príncipes y poderosos, tendrán que inclinarse para poder entrar.

No ha podido evitar que unas lágrimas resbalen por su mejilla, mientras con cariño coloca unas mantas sobre la paja seca del pesebre. No le gusta que ella le vea llorar, aunque lo sepa.

Dentro de la cueva no hace frío. Un pequeño candil da una luz agradable, aunque escasa. José no puede apartar la vista de María y del niño entre sus brazos. Los minutos pasan, así, como si el tiempo no tuviera espacio.

Sólo un pesebre. Eso fue lo que José pudo ofrecer a María y al Niño como su primera cuna. El, un profesional de la madera, que seguro había estado preparando la mejor de las cunas durante meses.

Ningún hombre sobre la tierra, ni en el ejercicio más osado de imaginación, podría llegar a pensar que lo único que puede ofrecer a Dios es un pesebre.

José no tiene otra cosa. Como padre habría querido ofrecer a su hijo lo mejor, pero se tiene que conformar con ofrecerle un pesebre que ha acondicionado con paja seca y limpia, y sobre el que ha colocado las sábanas y mantas que María ha preparado como hacen las madres.

Igual nos pasa a nosotros. Nos gustaría ofrecer a Dios todo. Ofrecerle nuestras victorias, éxitos, actos heroicos… pero como José, la mayoría de las veces solo podemos ofrecerle nuestros fracasos, nuestras penas, nuestro pesebre. José nos enseña a ofrecer todo, especialmente nuestra nada, que es precisamente donde Dios quiere nacer.

Un ruido exterior ha hecho reaccionar a José. Son voces de hombres. En un segundo ha cogido el callado y ha salido, mientras con un gesto indica a María que esté tranquila.

Un grupo de hombres permanece parado al pie de la gruta. Han bastado unos segundos para reconocer su condición.  Belén es tierra de pastores, y los que están ahora enfrente, lo son sin duda.

En Nazaret también los hay. José conoce algunos y sabe de lo duro de su oficio, pasando las noches al raso, sin apenas agua, y casi siempre solos. Un oficio que muy pocos quieren aceptar, y que tiene el rechazo de doctores y fariseos, que ven en ellos, los más despreciable de la sociedad. La dureza del trabajo, la falta de cariño, y la continua soledad, ha hecho de ellos una casta de hombres duros y temidos.  

Tenso como una vara, José permanece en pie mirándolos a los ojos. Ni uno de ellos se ha movido. Sabe que, pese a su aspecto y a la brusquedad de sus formas, aquella es gente sencilla.

No entiende qué hacen allí, ni quien les ha avisado. No hay dialogo. Plantados como árboles, miran quietos en silencio.

Al fin llegan los últimos pastores. Son los más ancianos. El resuello delata que vienen casi corriendo, como si acabaran de ser avisados. Ha sido uno de ellos, el que se ha abierto paso entre los más jóvenes, para decir: “un ángel del Señor nos ha dicho que no temamos, que nos anuncia una gran alegría, que lo será para todo el pueblo. Que hoy nos ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David” y luego, como si pensará que lo que ha dicho no es suficiente, ha añadido “y esto os servirá de señal: encontrareis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre” y al instante apareció junto al ángel una multitud del ejercito celestial que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.

Luego, cuando los Ángeles se han apartado hacia el cielo, hemos comentado entre nosotros: “Vayamos a Belén y comprobemos este mensaje que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado”

Es por eso que han venido todos. Llevan mucho tiempo buscando, pero nadie sabía nada hasta que al fin los han encontrado. Los más jóvenes corren más, y han llegado antes.

El corazón de José se ha ido serenando al son de sus palabras, mientras en su interior da gracias a Dios que, a su manera, anuncia su llegada a los más despreciados. 

Con un gesto les has invitado a que le acompañen. Han entrado en silencio, como lo hace la gente humilde, y se han descubierto la cabeza en señal de respeto. María está junto al niño, que dormido, descansa en el pesebre. No ha sentido temor al ver a José entrar, acompañado por los pastores. Sabe leer en su rostro.

Son muchos, pero se las han ingeniado para estar lo más cerca posible del niño. Verlos de rodillas con los ojos clavados en El, ha hecho sonreír a María.

José se ha quedado detrás mirando la escena. Sabe que tiene los protagonistas precisos, los que Dios quiere y le gusta aprender de ella, “a conservar estas cosas meditándolas en tu corazón”.

Han tardado en irse. Les costaba salir de allí. Se está tan a gusto mirando al Niño junto a su madre. Se han despedido uno a uno. Ante María con una reverencia. Ante José con la mirada y el mismo silencio con el que han llegado. Ni uno solo se ha marchado sin dejar algo. Lo han colocado a los pies de José, en señal de respeto y de gratitud por el que saben que, habrá sido el instante más importante de su vida. El sé lo ha agradecido con un gesto señorial. 

Días más tarde se enterará que el silencio y la discreción que mantuvieron en la cueva, se troncó en alegría al salir de ella. Se marcharon cantando canciones y mirando al cielo. Algunos, incluso, despertaron algunas casas vecinas para decirles que el Mesías había llegado, que estaba aquí. Pero nadie les cree. No les importa.  

En el cielo la milicia celestial no puede dejar de cantar, porque su Dios descansa dormido en un pesebre de la tierra.

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